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UN PELIGRO INMINENTE

UN PELIGRO INMINENTE

«Cuídate de no olvidarte del Señor tu Dios, dejando de guardar sus mandamientos, sus decretos y sus estatutos que yo te mando hoy» (Dt 8:11 RVA-2015).

El libro de Deuteronomio (Heb. «Debarim», que significa «palabras» o «cosas») es una exposición magistral de la filosofía de la historia del pueblo de Israel. A través de su siervo Moisés, Dios da sentido a todo lo que ha ocurrido en los últimos cuarenta años. Israel fue escogido por Dios como su tesoro especial, rescatándolo de la penosa esclavitud en Egipto y guiándolo hasta el desierto para hacer un pacto con ellos. Durante su travesía, Dios proveyó todo lo necesario y los protegió de los peligros, concediéndoles victorias decisivas sobre sus enemigos amorreos al oriente del río Jordán, incluyendo a Sehón, rey de Hesbón, y a Og, rey de Basán. Ahora, el pueblo está a punto de entrar en la Tierra Prometida, una tierra fértil que abunda en trigo, cebada, vides, higueras, granadas, aceite de oliva y miel (Dt 8:8-9). También es una tierra rica en minerales, con hierro y cobre en sus colinas. Sin embargo, más que un desafío militar, enfrentan un peligro inminente que amenaza su relación con Dios: la prosperidad.

El pueblo de Israel debía comprender que las dificultades vividas en el desierto no fueron meros accidentes, sino pruebas divinas diseñadas para humillarlos y revelar su carácter. Dios quería saber si serían verdaderamente obedientes a sus mandamientos. Por ejemplo, cuando padecieron hambre y fueron sustentados con maná —un alimento desconocido pero sabroso y nutritivo—, aprendieron que la vida no depende solo del pan, sino de cada palabra que sale de la boca del Señor (Dt 8:3). Como un Padre amoroso, Dios disciplinó a su pueblo por su propio bien.

Durante cuarenta años en el desierto, ocurrió un milagro asombroso e inexplicable para la ciencia humana: sus ropas no se desgastaron, y sus pies no se hincharon ni sufrieron ampollas, a pesar de las largas caminatas. Dios, en su gracia, preservó su vestimenta y fortaleció sus cuerpos. Sin embargo, el peligro no residía en la adversidad, sino en la comodidad que pronto disfrutarían. Una vez establecidos en la Tierra Prometida, después de saciarse con abundante comida, habitar en hermosas casas, acumular riquezas en oro y plata, y ver crecer sus rebaños, podían caer en la tentación de pensar: «He conseguido todas estas riquezas con mi propia fuerza y energías» (Dt 8:17).

El orgullo era el verdadero enemigo. La mayor amenaza no era un ejército extranjero, sino la autosuficiencia espiritual, el olvido de que fue Dios quien los rescató de la esclavitud y los guió a través del inmenso y temible desierto. La arrogancia podría llevarlos a alejarse de su Salvador.

El teólogo N. T. Wright afirmó: «En el centro de la ética cristiana está la humildad; en el centro de sus aberraciones está el orgullo». Este sentimiento de satisfacción excesiva por los propios logros o posesiones suele ir acompañado de una actitud de superioridad. Israel debía comprender que Dios les daba la Tierra Prometida por su gracia, no porque fueran justos o íntegros, sino para ejecutar juicio sobre naciones malvadas y cumplir su promesa a Abraham, Isaac y Jacob (Dt 9:4-5).

El orgullo sigue siendo un peligro inminente para todo cristiano. Como advirtió Agustín de Hipona: «Si la humildad no precede, acompaña y sigue todo el bien que realizamos, todo será arrebatado de nuestras manos por el orgullo». La lección de Israel sigue vigente hoy: el mayor peligro no siempre es la escasez, sino la abundancia sin gratitud, la prosperidad sin dependencia de Dios.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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