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PADRES SÍ, ALCAHUETE NO

PADRE SÍ, ALCAHUETE NO

«Ustedes deben adorar únicamente a su Dios, y sólo a él deben obedecerlo y serle fieles» (Dt 13:4 TLA).

Antes de que el pueblo de Israel entrara a poseer la Tierra Prometida, Yahweh les ordenó que le adoraran únicamente a Él, que obedecieran sus mandamientos y le fueran fieles en todo momento. Sin embargo, el Señor los sometería a diversas pruebas para verificar si realmente lo amaban con todo su corazón y con toda su alma. Dios no estaba dispuesto a compartir su gloria con ningún ídolo de las naciones vecinas, por lo que debía asegurarse de que su pueblo se mantuviera puro en la fe y libre de influencias corruptoras.

¿Cómo serían probados los hijos de Israel? Dios permitiría que profetas y soñadores anunciaran señales y prodigios, y que estos incluso se cumplieran. Sin embargo, tras haber captado la atención y la confianza de la congregación, estos falsos profetas y soñadores los invitarían sutilmente a rendir culto a dioses ajenos, promoviendo así la rebelión contra el Señor. Este sería el verdadero examen: ¿seguirían los israelitas al Dios vivo y verdadero, o se dejarían seducir por engaños que apelaban a sus sentidos?

La respuesta de Dios era clara y tajante: estos profetas y soñadores debían ser ejecutados sin excepción. Su eliminación no era un simple castigo, sino una medida preventiva para evitar que la idolatría echara raíces en el corazón de los israelitas y contaminara a toda la nación. El pecado de la idolatría no era un asunto menor; era una afrenta directa contra Dios y una amenaza mortal para la identidad espiritual del pueblo escogido.

¿Cómo se llevaría a cabo el juicio contra quienes intentaran apartar a sus hermanos de la adoración a Yahweh? Dios estableció que no se debía tener compasión de nadie que promoviera la adoración a otros dioses, sin importar cuán cercana fuera su relación con la víctima. Ya fuera un amigo, un hermano, un hijo o incluso el propio cónyuge, quien intentara secretamente inducir a la idolatría debía ser castigado con la pena de muerte.

El proceso sería público y ejemplarizante: el pueblo entero participaría en la ejecución por lapidación, y el denunciante sería el primero en arrojar la piedra inicial. El propósito no era solo castigar al culpable, sino generar un profundo temor en la comunidad y prevenir futuras transgresiones: «Entonces todo Israel oirá y tendrá temor, y ya nadie volverá a actuar con tanta perversidad» (Dt 13:11).

Dios advertía que la idolatría era un pecado altamente contagioso. Si no se erradicaba de raíz, pronto se extendería como una plaga, corrompiendo la nación entera. Por ello, cualquier manifestación de idolatría en la comunidad debía ser tratada con absoluta severidad, sin indulgencias ni concesiones.

¿Qué debían hacer los israelitas cuando en sus ciudades surgieran personas que incitaran a sus hermanos a rendir culto a dioses extranjeros? La respuesta divina era contundente: si, tras una minuciosa investigación, se determinaba que efectivamente se había cometido este acto de traición espiritual, la ciudad entera debía ser entregada como holocausto al Señor.

Esto significaba que la ciudad sería atacada y destruida por completo. No solo sus habitantes serían exterminados, sino también sus animales. Todo el botín se reuniría en la plaza pública y se consumiría en fuego, sin que nadie se quedara con nada, pues aquello estaba bajo anatema, consagrado a Dios. Finalmente, la ciudad sería convertida en ruinas perpetuas y jamás volvería a ser reconstruida. Solo así se aseguraría que el resto de la nación permaneciera bajo la bendición divina.

El primer mandamiento de la Ley de Dios, «No tendrás dioses ajenos delante de mí» (Éx 20:3), no era una simple sugerencia ni una opción a considerar; era un mandato absoluto y vinculante. Dios no solo lo estableció con claridad, sino que lo sancionó con todo el rigor posible. Erradicar la idolatría no era un acto de intolerancia, sino de fidelidad y reverencia a Dios. Castigar a los idólatras era, en sí mismo, un acto de adoración, pues demostraba el compromiso del pueblo con la santidad y la pureza espiritual que Yahweh demandaba.

Aunque los siglos han pasado, la actitud de Dios hacia la idolatría no ha cambiado ni un ápice. Él sigue aborreciendo los ídolos modernos tanto como los antiguos. La idolatría no siempre adopta la forma de estatuas y templos paganos; hoy se manifiesta en la obsesión por el dinero, la fama, el poder, el placer y cualquier cosa que ocupe en nuestro corazón el lugar que solo le pertenece a Dios.

El Señor sigue firme en su posición: no tolerará la idolatría en sus hijos. Pero su disciplina no es cruel ni arbitraria; es la corrección amorosa de un Padre que busca el bienestar de sus hijos. Él no es un abuelo indulgente que consiente el pecado; es un Dios santo que nos llama a la fidelidad absoluta.

Jesús reafirmó este principio con sus propias palabras: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente» (Mt 22:37).

Esa es la expectativa de Dios para su pueblo en todo tiempo y lugar. ¿Le amaremos de manera total y exclusiva, o permitiremos que los ídolos modernos nos aparten de Él? La respuesta a esa pregunta define no solo nuestro presente, sino también nuestro destino eterno.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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