NO DEBERÁ HABER POBRES
NO DEBERÁ HABER POBRES
«Entre ustedes no deberá haber pobres, porque el Señor tu Dios te colmará de bendiciones en la tierra que él mismo te da para que la poseas como herencia» (Dt 15:4 NVI).
El plan de Dios para su pueblo, Israel, siempre ha sido maravilloso. Desde la salida triunfal de Egipto hasta el ingreso victorioso en Canaán, cada detalle de la travesía por el desierto fue diseñado con orden y precisión. La vida nacional de los hijos de Israel en la Tierra Prometida debía ser un faro de luz y esperanza para todas las naciones. Israel también estaba llamado a ser la "sal de la tierra", un pueblo cuya ética diera sabor a la historia y preservara a las naciones de la corrupción moral. Cada faceta de su existencia debía reflejar la sabiduría, la gracia, la justicia y la belleza del Señor. Así como la luna refleja la gloria del sol, Israel fue escogido para reflejar la gloria de Dios ante el mundo.
Dios no solo les entregó la Tierra Prometida, sino que también les proveyó todo lo necesario para que desarrollaran una vida abundante y ejemplar. En primer lugar, les dio un conjunto de leyes sabias, santas y justas durante su campamento en el monte Sinaí. Estas leyes no solo revelaban el carácter divino, sino que también promovían una convivencia social solidaria, armoniosa y pacífica. En segundo lugar, la tierra de Canaán era espaciosa y rica en fuentes de agua, con suelos fértiles para la agricultura y pastizales óptimos para la ganadería. En otras palabras, cada hogar israelita estaba destinado a gozar del grano y la carne, la leche y la miel, la vivienda y el vestido. Dios había dispuesto todo para que no hubiera pobres entre ellos.
Pero, ¿cuál fue la estrategia divina para evitar la pobreza entre los israelitas? Primero, Dios instituyó el Año Sabático (heb. shéba shané, que significa literalmente "siete años"), durante el cual todas las deudas entre israelitas debían ser canceladas. Durante todo ese séptimo año, se proclamaban las buenas noticias de remisión y liberación de los préstamos, sin que nadie exigiera retribución alguna. En segundo lugar, Dios mandó a su pueblo a practicar la generosidad y la solidaridad. Aquel que tuviera recursos debía proveer para el hermano que hubiera caído en desgracia, ayudándolo a recuperar la estabilidad. Si alguien se negaba a extender su mano al necesitado, Dios también le retiraría la suya. En otras palabras, los generosos serían abundantemente bendecidos, mientras que la tacañería sería considerada pecado.
Finalmente, el Señor exhortó a Israel a tratar a sus hermanos con la misma gracia con la que Él los había tratado a ellos. Como dijo Jesucristo: «Den de gracia lo que de gracia recibieron» (Mt 10:8). No debían olvidar que alguna vez fueron esclavos miserables y un pueblo sin esperanza en Egipto, hasta que Dios, en su misericordia, los rescató y los condujo a una tierra de abundancia y libertad (Dt 15:15).
El escritor Philip Yancey comentó una vez: «Durante un tiempo, rechacé a la iglesia porque encontré muy poca gracia en ella. Regresé porque no hallé gracia en ningún otro lugar». Exactamente. Dios ha derramado su gracia sobre la iglesia para que, a través de ella, el mundo lo conozca y lo ame. Hoy, los cristianos somos los reflejos de la gloria de Dios. Un corazón generoso y perdonador ilumina el entorno y lleva un mensaje de esperanza a quienes aún viven en esclavitud. Si tú y yo cerramos nuestro corazón y nuestras manos al mundo, ¿cómo podrá el mundo conocer a Dios y ser salvo?
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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