IMPARABLES
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«Así pues, Josué conquistó toda la tierra, de acuerdo con todo lo que el Señor le había dicho a Moisés. Luego la repartió entre las tribus de Israel, para que fuera su herencia. Después de eso hubo paz en la región» (Jos 11:23 DHH).
Recordemos que, al este del río Jordán, los hijos de Israel derrotaron a dos reyes amorreos de gran riqueza y poder: Sehón, rey de Hesbón, y Og, rey de Basán. Estas victorias no solo demostraron la superioridad del pueblo de Dios sobre sus enemigos, sino que también aseguraron territorios estratégicos para su establecimiento. Moisés, siguiendo la dirección del Señor, entregó esas tierras a las tribus de Rubén, Gad y a la media tribu de Manasés, dándoles así una herencia estable antes de la entrada a Canaán.
Las regiones de Hesbón y Basán eran famosas por su fertilidad y abundancia, destacándose por su vasta ganadería, exuberantes pastizales y tierras de cultivo. Además, poseían valiosos recursos naturales como piedra caliza y basalto, elementos esenciales para la construcción y la artesanía de la época (Sal 22:12; Ez 39:18). La prosperidad de estas tierras reflejaba la bendición de Dios y aseguraba el sustento del pueblo en su nueva morada.
Al cruzar el Jordán, los israelitas iniciaron la conquista de la Tierra Prometida con la toma de Jericó y Hai, dos ciudades estratégicas cuya caída sembró el terror entre los reyes cananeos. Posteriormente, Israel enfrentó y derrotó una coalición de cinco reyes del sur, liderada por Adonisedec, rey de Jerusalén. En un despliegue de juicio divino, los israelitas destruyeron completamente estas ciudades y sus habitantes, eliminando la influencia de sus prácticas idolátricas y corruptas.
Más adelante, los hijos de Israel se enfrentaron a una alianza aún mayor en el norte, encabezada por Jabín, rey de Hazor. Este ejército numeroso parecía invencible a los ojos humanos, pero con la ayuda del Señor, los israelitas lograron una victoria aplastante. En cada batalla, la presencia de Dios fue el factor determinante, asegurando el triunfo de su pueblo y la erradicación total de sus enemigos. En total, Israel aniquiló a treinta y un reyes al oeste del Jordán, cumpliendo así el juicio divino sobre naciones cuya maldad y depravación habían llegado a su límite. Esta conquista cumplió la profecía que Dios había dado a Abraham siglos antes, cuando le reveló que su descendencia sería el instrumento de juicio sobre estas naciones impías (Gn 15:16).
Al concluir la conquista de Canaán, Josué y todo el pueblo de Israel reconocieron la fidelidad inquebrantable de Dios y su perfecto cumplimiento de la Palabra. A lo largo de todo el proceso, el Señor les proveyó todo lo necesario y los protegió de sus enemigos. Siempre que los israelitas caminaron en obediencia y temor reverente a Dios, ninguna ciudad fortificada ni ejército poderoso pudo resistir su avance. Sin embargo, no fue su destreza militar ni sus estrategias lo que les garantizó la victoria, sino su disposición a someterse humildemente a la voluntad del Señor.
La vida cristiana guarda un profundo paralelismo con la historia de Israel y la conquista de la Tierra Prometida. Cuando amamos a Dios con todo nuestro corazón y obedecemos su Palabra, nuestra vida espiritual se fortalece y da fruto abundante. No obstante, debemos reconocer que el camino de la obediencia no es fácil; todos los creyentes enfrentaremos pruebas, oposiciones y momentos de debilidad. Por ello, Dios nos ha dado su Santo Espíritu, quien nos capacita para rendirnos completamente al señorío de Cristo y cumplir con los propósitos divinos para nuestra vida.
El apóstol Juan declaró: «El mundo y sus deseos son pasajeros, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2:17). En un mundo lleno de desafíos y tentaciones, la clave para una vida plena y productiva radica en nuestra fe y obediencia al Señor. Sin Él, no podemos conquistar nada verdaderamente significativo. Recuerda: quien obedece, conquista; pero quien desobedece, fracasa.
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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