DE LA RUINA AL APOGEO
DE LA RUINA AL APOGEO
«Entonces el Señor le dijo a Josué: “No tengas miedo ni te desanimes. Toma a todos tus hombres de guerra y ataca la ciudad de Hai, porque te he entregado al rey de Hai, a su pueblo, su ciudad y su tierra”» (Jos 8:1 NTV).
Hai, cuyo nombre significa «ruina», era una pequeña ciudad cananea con una población aproximada de doce mil habitantes, ubicada entre Jericó y Betel. Por otro lado, Gilgal, que significa «círculo de piedra», fue el primer campamento establecido por los israelitas en la Tierra Prometida, situado entre Jericó y el río Jordán. En Gilgal ocurrieron eventos trascendentales, como la circuncisión de los hijos de Israel y la renovación del pacto con Dios mediante la celebración de la Pascua. Además, este lugar se convirtió en una base estratégica para las operaciones militares durante la conquista de Canaán. Desde allí, en un punto clave dentro del territorio cananeo, Josué envió espías a Hai, ya que se esperaba que fuera la siguiente ciudad a ser conquistada después de la gran victoria en Jericó.
Sin embargo, en medio de estas operaciones militares, ocurrió algo inesperado y desconcertante. Luego de la aplastante victoria sobre Jericó, donde las murallas se derrumbaron milagrosamente, Israel sufrió una dolorosa derrota ante los hombres de Hai. Los guerreros de Hai persiguieron a los soldados israelitas y mataron a treinta y seis de ellos mientras huían. Esta humillación dejó al pueblo de Israel estupefacto y sembró el temor en el corazón de Josué. Él temió que este revés fortaleciera el espíritu de los cananeos, motivándolos a unirse en un contraataque que podría exterminar a los israelitas. Tal fue la desesperación que Josué y los ancianos rasgaron sus vestiduras, se postraron rostro en tierra y lamentaron su situación, llegando incluso a cuestionar si habría sido mejor haberse quedado al otro lado del Jordán, en las tierras ya conquistadas.
Pero, ¿cuál fue la razón de esta inesperada derrota? ¡La desobediencia del pueblo de Israel a la orden de Dios respecto a lo que debía ser consagrado para Él! Acán, un descendiente de Judá, quebrantó el mandato divino al tomar en Jericó un manto babilónico de gran valor, un lingote de oro de más de medio kilo y doscientas monedas de plata. En lugar de entregarlo como anatema al Señor, lo escondió bajo su carpa, creyendo que su pecado pasaría desapercibido. Pero Dios, que todo lo ve, permitió que la desobediencia de un solo hombre afectara a toda la nación.
Cuando el pecado de Acán fue descubierto, Israel ejecutó el juicio divino con firmeza. Acán, junto con su familia, su ganado y todas sus posesiones, fue llevado al valle de Acor —nombre que significa «aflicción»—, donde fue apedreado y posteriormente quemado. Solo después de esta purificación la ira del Señor se apartó del pueblo, y los israelitas fueron restaurados.
Con el pecado juzgado y el pueblo en armonía con Dios, Josué lanzó un segundo ataque contra Hai, esta vez con la estrategia y el respaldo divino. La ciudad fue completamente derrotada: sus habitantes fueron aniquilados, su rey fue colgado en un madero, y la ciudad fue incendiada. A diferencia de Jericó, esta vez Dios permitió que el pueblo tomara el botín. Aquella batalla pudo haber significado la «ruina» de Israel, pero al investigar, confesar y juzgar el pecado a tiempo, se convirtieron en vencedores.
Después de la victoria, Josué edificó un altar al Señor en el monte Ebal y, en presencia de todo el pueblo, leyó en voz alta las bendiciones y maldiciones escritas en el libro de la Ley de Moisés. En ese solemne momento, el pueblo renovó su pacto de fidelidad y obediencia a Dios, recordando que el verdadero poder de Israel no estaba en sus ejércitos, sino en su relación con el Señor.
Dios conoce tus luchas y debilidades; sabe que tu espíritu es fuerte, pero tu carne es frágil. Sin embargo, Él te llama a volver a Él con un corazón contrito y humillado. Cuando confiesas tu pecado y te alineas con Su voluntad, Él te restaura, te coloca en tierra firme y te impulsa hacia Sus propósitos. Nunca olvides esta poderosa ecuación espiritual: amor a Dios + obediencia a Su Palabra = victoria segura.
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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