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HACIA LA PLENA BENDICIÓN

HACIA LA PLENA BENDICIÓN

«No les tengan miedo, porque el Señor tu Dios peleará en favor de ustedes» (Dt 3:22 DHH).

Antes de cruzar el río Jordán para conquistar la Tierra Prometida, Moisés, al mando del pueblo de Israel, derrotó a dos reyes amorreos que gobernaban al oriente de Canaán: Sehón, rey de Hesbón, y Og, rey de Basán. Los amorreos eran un antiguo pueblo semita que migró desde el sur de Mesopotamia y se estableció en las montañas y llanuras de la región del Levante, en lo que hoy corresponde principalmente a Siria y partes de Jordania. Sehón y su pueblo se opusieron a la entrada de los israelitas en sus territorios y los enfrentaron en batalla. Sin embargo, Dios entregó a los amorreos en manos de Israel, y estos fueron completamente destruidos. Los israelitas tomaron posesión del reino de Sehón, incluyendo su capital, Hesbón, y otras localidades cercanas.

Og, por su parte, era un monarca poderoso en la región de Basán y es descrito en la Biblia como el último sobreviviente de los refaítas, un antiguo pueblo cuyos hombres se caracterizaban por su gran estatura. Las Escrituras mencionan que su cama era de hierro y medía más de cuatro metros de largo y casi dos de ancho (Dt 3:11), lo que sugiere su impresionante físico. Como Sehón, Og se opuso a la llegada de los israelitas y libró una feroz batalla contra ellos en la ciudad de Edrei. Sin embargo, el pueblo de Israel, fortalecido por la intervención divina, lo derrotó y conquistó su reino, incluyendo la capital Ashtarot y otras sesenta ciudades fortificadas. Estos dos reyes amorreos, a pesar de sus poderosos ejércitos y de habitar en ciudades amuralladas aparentemente inexpugnables, no pudieron resistir la voluntad de Dios.

Es importante notar que el pueblo de Israel no era un ejército experimentado. Durante cuatrocientos años se había dedicado a la agricultura, la ganadería y la construcción en Egipto, y los últimos cuarenta años había vagado por el desierto sin oportunidad de desarrollar habilidades militares. No vencieron a los amorreos por la calidad de sus armas ni por estrategias sofisticadas, sino por la gracia y el poder de Dios. Tras la victoria, los territorios de Hesbón y Basán resultaron ser fértiles y extensos, lo que llevó a las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés a solicitar esa región como su heredad. Las victorias sobre estos pueblos guerreros quedaron grabadas en la memoria de los israelitas como testimonio del respaldo divino. Ahora, al otro lado del Jordán, debían confiar en que Dios seguiría guiándolos de triunfo en triunfo hasta completar la conquista de la Tierra Prometida.

Dwight L. Moody, el renombrado predicador del siglo XIX, expresó una vez: «Dios no te está preparando la bendición para ti, sino preparándote a ti para la bendición». Esta declaración ofrece una perspectiva profunda sobre lo que Dios estaba haciendo con su pueblo en el desierto: forjando su carácter y fortaleciendo su fe para enfrentar a los corrompidos y malvados habitantes de Canaán. La Tierra Prometida ya estaba dispuesta desde hacía mucho tiempo, pero los israelitas necesitaban desarrollar una confianza inquebrantable en su Dios y crecer en su gracia día tras día. Aquí radicaba la gran paradoja: Dios ya les había entregado la tierra, pero ellos debían conquistarla ciudad por ciudad, hasta que todo el territorio quedara santificado y consagrado al servicio divino.

De igual manera, en la vida cristiana, muchas de las bendiciones que Dios ha dispuesto para nosotros no se reciben de inmediato, sino que requieren un proceso de preparación, lucha y crecimiento. Todo lo que ocurre en tu vida tiene un propósito en los planes de Dios, pues aquel que comenzó en ti la buena obra de transformación y madurez espiritual, la perfeccionará hasta el día en que recibas la plena bendición celestial.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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