¡NO ESTÁS SOLO!
¡NO ESTÁS SOLO!
«El día que el Tabernáculo fue erigido, la nube cubrió el Tabernáculo sobre la Tienda del Testimonio. Por la tarde había sobre el Tabernáculo como una apariencia de fuego, hasta la mañana» (Nm 9:15 RV95).
El Tabernáculo de Reunión (Ohel Mo’ed) fue consagrado en el primer mes del segundo año después de la salida del pueblo de Israel de Egipto, mientras los israelitas acampaban al pie del monte Sinaí. En ese día glorioso y memorable para el pueblo escogido de Dios, la nube cubrió cada rincón del Tabernáculo de Reunión y lo llenó con la gloria del Señor. La nube que guiaba al pueblo de Dios apareció después de su salida de Egipto (Éx 13:21-22) y los acompañó hasta poco antes de cruzar el Jordán para entrar en la Tierra Prometida.
Esta nube representaba la presencia visible de Dios entre su pueblo, pues Él había prometido estar con ellos y guiarlos fielmente durante su travesía por el desierto. Cuando la nube se levantaba, indicaba que debían ponerse en marcha. Cuando descendía y cubría el Tabernáculo, señalaba que debían detenerse y permanecer en ese lugar. Además, la nube los protegía de los rayos del sol durante el día, mientras que por la noche la columna de fuego los iluminaba y les proporcionaba calor. Así, ya fuera en movimiento o en reposo, el pueblo vivía en paz bajo la presencia y el cuidado de Dios.
Los israelitas podían avanzar de día guiados por la nube o de noche guiados por la columna de fuego. Sin embargo, no debían moverse por su propia cuenta ni según su propio criterio. La nube marcaba los tiempos del itinerario, no Moisés, ni Aarón, ni el clima, ni los pronósticos del zodíaco. Si la nube permanecía sobre el Tabernáculo por un tiempo prolongado, el pueblo debía mantenerse en el mismo lugar cumpliendo sus deberes. Si se detenía solo por unos días, entonces el pueblo también permanecía allí solo por ese período, conforme a la voluntad del Señor. En ocasiones, la nube se posaba solo por una noche y se elevaba a la mañana siguiente. Sin importar si era un solo día, un mes o un año, cuando la nube se movía, el pueblo debía levantar el campamento y seguirla. Así, los israelitas se establecían o se desplazaban según la buena, agradable y perfecta dirección de Dios. Jamás estuvieron solos ni por un instante, pues Dios había prometido sostenerlos hasta su vejez.
Cuando los israelitas dejaron el desierto de Sinaí y avanzaron hacia el desierto de Parán, marcharon por primera vez siguiendo las instrucciones que Dios les había dado a través de Moisés. En primer lugar, iban las tribus de Judá, Isacar y Zabulón. En segundo lugar, los levitas gersonitas y meraritas, transportando el Tabernáculo desarmado. En tercer lugar, avanzaban las tribus de Rubén, Simeón y Gad. En cuarto lugar, los levitas coatitas llevaban los objetos sagrados del Tabernáculo. En quinto lugar, marchaban las tribus de Efraín, Manasés y Benjamín. Finalmente, cerraban la marcha las tribus de Dan, Aser y Neftalí.
Siempre que el Arca del Testimonio salía, Moisés proclamaba: «¡Levántate, oh Señor, y que se dispersen tus enemigos! ¡Que huyan ante ti!» Y cuando el Arca del Testimonio se detenía, Moisés decía: «¡Vuelve, oh Señor, a los incontables millares de Israel!» (Nm 10:35-36).
Sobre la presencia y comunión de Dios con sus hijos amados, el reconocido escritor Max Lucado escribió: «Si Dios tuviera una nevera, tu foto estaría en la puerta. Si tuviera un maletín, llevaría tu foto dentro. Él te envía flores cada primavera y hace salir el sol cada mañana. Siempre está atento cuando quieres hablar. Podría estar en cualquier lugar del universo, pero escogió morar en tu corazón».
El Padre nos escogió, el Hijo nos redimió y el Espíritu Santo nos santificó. Estamos en su presencia todo el día, todos los días, desde ahora y por la eternidad. No necesitamos invocar la presencia de Dios, porque Jesús la prometió: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén» (Mt 28:20). El creyente jamás está solo, jamás está en peligro y jamás será avergonzado, porque el hijo de Dios mora en el corazón mismo de Dios, en el centro de la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¡Aleluya!
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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