DIOS SIGUE HABLANDO HOY
DIOS SIGUE HABLANDO HOY
«Cuando entraba Moisés en el Tabernáculo de Reunión para hablar con Dios, oía la voz que le hablaba de encima del propiciatorio que estaba sobre el Arca del Testimonio, de entre los dos querubines. Así hablaba con él» (Nm 7:89 RV95).
Cuando Moisés terminó de levantar y consagrar el Tabernáculo de Reunión, los doce príncipes de Israel presentaron sus ofrendas generosas ante el Señor, uno por día: doce bandejas de plata, doce tazones de plata, doce recipientes de oro, doce becerros, veinticuatro toros, setenta y dos carneros, setenta y dos chivos, setenta y dos corderos, además de granos e incienso.
El término «tabernáculo» tiene sus raíces en el latín tardío tabernaculum, que a su vez proviene de taberna, palabra que significa «tienda» o «cabaña». El Tabernáculo de Reunión fue la estructura portátil sagrada donde el Dios Omnipresente decidió establecer su trono sobre Israel en particular y sobre la tierra en general, para dar sus instrucciones a su siervo Moisés y recibir la adoración de su pueblo amado.
Recordemos que el Tabernáculo de Reunión tenía tres áreas principales: el Lugar Santísimo, el Lugar Santo y el Atrio. En el Lugar Santísimo había un único mueble: el Arca del Testimonio (también conocida como Arca del Pacto). Dentro de este cofre sagrado se guardaban tres objetos testimoniales: las Tablas de la Ley, la vara de Aarón que reverdeció y el maná que cayó del cielo.
El Arca del Pacto, construida de madera de acacia y revestida de oro, era el mueble más sagrado de la estructura más sagrada de la tierra, considerada lo más santo entre lo santo, porque desde allí reinaba Dios. Desde su cubierta, conocida como el propiciatorio, Dios hablaba de manera audible a Moisés para que comunicara su voluntad al pueblo. Sobre el propiciatorio había dos querubines que se miraban entre sí con las alas extendidas hacia arriba. Estos seres celestiales servían como guardianes de la presencia y la gloria de Dios.
Ahora bien, ¿por qué Dios exigió que la congregación israelita se presentara ante Él con las manos llenas de ofrendas? Si en el cielo no se necesitan los metales preciosos de la tierra, ¿por qué le ofrecieron oro y plata? Asimismo, si las ofrendas serían quemadas y consumidas, ¿por qué ofrecer animales, granos e incienso?
Las ofrendas fueron establecidas para corregir dos actitudes erróneas:
1. Creer que merecemos las bendiciones de Dios.
2. Creer que lo que tenemos es fruto exclusivo de nuestro ingenio y esfuerzo.
Respecto a la primera actitud, la Escritura enseña que lo único que el ser humano merece es la muerte. Y en cuanto a la segunda, la Biblia afirma que Dios es quien nos da todas las cosas: vida, salud, inteligencia, fortaleza, tierra, hogar y libertad.
Por lo tanto, no ofrendamos para elevar la autoestima de Dios ni para ayudar a pagar facturas vencidas en el cielo. Las ofrendas colocan los pies del adorador sobre la verdad bíblica y le hacen vivir en la realidad espiritual, evitando la ilusión de que todo lo que somos, tenemos, sabemos y hacemos es por mérito propio. No nos equivoquemos: ofrendamos al Señor de lo que ya le pertenece y de lo que hemos recibido primero de Él. No lo hacemos para enriquecer las arcas celestiales, sino para expresar nuestro amor, nuestra dependencia y nuestra gratitud hacia Dios.
Finalmente, Dios nunca ha dejado de hablar a su pueblo. En la antigüedad lo hizo de muchas maneras, pero hoy lo hace a través de su Hijo Jesucristo. Jesús es el Logos de Dios, su palabra viva y su Mensajero por excelencia. Dios se ha revelado en su Hijo, por lo que Dios es como Jesús. Ya no tenemos que especular sobre cómo es Dios, porque conocemos su selfie: quien ve a Cristo, ve al Padre que lo envió. No necesitamos preguntarnos si Dios sigue hablando, si nos sigue amando o si aún desea perdonarnos. El reconocido teólogo británico John Stott dijo: «Si buscas el significado del amor, no lo busques en un diccionario, sino en la cruz del Calvario». La cruz es la voz más potente y elocuente del amor de Dios, que nos dice día tras día: «Dios te ama y te está buscando para salvarte».
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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