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¡VENCE A TUS GIGANTES!

¡VENCE A TUS GIGANTES!

«Entonces Caleb calmó al pueblo delante de Moisés, y dijo: “Debemos ciertamente subir y tomar posesión de ella, porque sin duda la conquistaremos”» (Nm 13:30 LBLA).

Moisés halló gracia ante los ojos del Señor. Era el único hombre en quien el Señor confiaba y el profeta con quien hablaba cara a cara, no en visiones ni en sueños. Sin embargo, los israelitas se quejaban constantemente contra él, como si hubiera sido él quien los engendró o como si fuera el responsable de todo lo que les sucedía en el desierto.

Por ejemplo, en el capítulo 11, se lamentaron por las privaciones que enfrentaban en el desierto en comparación con lo que supuestamente disfrutaban en Egipto. El Señor escuchó sus quejas, se encendió en ira contra ellos y envió un fuego que ardió entre ellos, matando a algunos en las afueras del campamento. Luego, en el capítulo 12, fueron sus propios hermanos, Miriam y Aarón, quienes lo criticaron por haberse casado con una mujer cusita. Así, Moisés se convirtió en el blanco constante de las murmuraciones de la congregación; lo criticaban por todo, por nada y porque sí. No obstante, Moisés era muy humilde, más que cualquier otra persona sobre la faz de la tierra.

Cuando los israelitas llegaron a Cades Barnea, en el desierto de Parán, poco más de un año después de haber salido de Egipto, Moisés envió a doce hombres a explorar la Tierra Prometida. Su misión era recorrer todo el país y evaluar si la tierra era fértil o estéril, si sus habitantes eran fuertes o débiles, numerosos o pocos, si vivían en ciudades amuralladas o en campo abierto, y si había abundancia de árboles. Al cabo de cuarenta días, los espías regresaron al campamento con racimos de uvas, granadas, higos y la confirmación de que, en efecto, la Tierra Prometida era un lugar donde fluía leche y miel. Sin embargo, advirtieron: —La tierra está habitada por gente temible y gigantes, diestros en el combate, aguerridos en la guerra y protegidos por ciudades fortificadas. ¡Al lado de ellos nos sentíamos como langostas, y así nos veían ellos!

Pero Caleb, hijo de Jefone, de la tribu de Judá, trató de calmar al pueblo y persuadirlos para que tomaran las armas y subieran de inmediato a conquistar la Tierra Prometida, pues el Señor se las había entregado y les daría la victoria sobre todos sus enemigos.

Cades Barnea marcó un punto de inflexión en la historia de Israel. Allí, los israelitas debían decidir entre confiar en las promesas de Dios y obedecer sus mandamientos o dejarse dominar por sus temores y complejos. Caleb tenía razón sobre la belleza de Canaán; dudar de la fidelidad de Dios era un insulto. Pero, ¿cómo pudieron los israelitas llegar a pensar que el Señor no podría derrotar a los cananeos y que los abandonaría a su suerte? Dios ya les había demostrado en múltiples ocasiones, y con hechos extraordinarios, su poder y su grandeza. ¿Cómo era posible que su pueblo aún desconfiara de Él?

Jen Wilkin, en su libro "Nadie como Él", escribió: "Llevar su imagen significa ser totalmente humano, no ser divino. Significa ser seres limitados que reflejan las perfecciones de un Dios sin límites".

Los israelitas no eran seres sobrenaturales; Dios sí. Conquistarían la Tierra Prometida no por sus propias fuerzas, sino por el poder del Señor. Entrar en Canaán y poseerla no era una sugerencia, sino un mandato. De la misma manera, en su peregrinaje por este mundo, el creyente enfrentará gigantes que pondrán a prueba su fe. La vida, la bendición y la victoria dependen de una decisión que tomamos diariamente: confiar en Jesús. Dios nos ha prometido una vida abundante, la cual debemos conquistar con fe en su palabra y obediencia a sus mandamientos. Quien cree y vence a sus gigantes, lleva honra y gloria al Señor, quien lo ha llamado a ser su soldado.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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