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¡INMUNDO! ¡INMUNDO!

¡INMUNDO! ¡INMUNDO!

«Los que sufran de una enfermedad grave de la piel deberán rasgar su ropa y dejar su cabello sin peinar. Tienen que cubrirse la boca y gritar: “¡Impuro! ¡Impuro!”. Permanecerán ceremonialmente impuros todo el tiempo que les dure esa enfermedad grave, y deberán vivir aislados en un lugar fuera del campamento» (Lv 13:45-46 NTV).

En Levítico 13, en el Antiguo Testamento de la Biblia, se habla de diversas enfermedades de la piel, especialmente la lepra. Sin embargo, es importante tener en cuenta que el término «lepra» hacía referencia a un amplio espectro de enfermedades cutáneas, no necesariamente a la enfermedad que hoy conocemos como lepra o enfermedad de Hansen. Además de la lepra, el pasaje describe otras afecciones de la piel y condiciones que, desde una perspectiva médica moderna, serían difíciles de identificar con precisión. Estas incluyen distintos tipos de manchas, inflamaciones, úlceras, erupciones, hinchazones y cicatrices.

El propósito principal de estas descripciones en Levítico es establecer pautas para la identificación y el tratamiento de estas afecciones dentro del contexto de la ley ceremonial de la época. En Israel, las enfermedades de la piel eran consideradas una de las formas de quedar ceremonialmente impuro, aunque esto no implicaba necesariamente haber cometido un pecado moral o espiritual.

La persona declarada impura quedaba temporalmente excluida de ciertas actividades religiosas y sociales dentro de la comunidad, como entrar en el santuario o participar en sacrificios y rituales. Esta exclusión tenía un doble propósito: proteger la comunidad de la propagación de enfermedades y cumplir con los requerimientos de purificación ritual. Para ello, el afectado debía llevar ropa rasgada y dejar su cabeza descubierta como señal de aflicción, además de anunciar su impureza en voz alta para advertir a los demás. Se les prohibía el contacto físico con personas sanas, lo que incluía saludos, abrazos y el uso compartido de objetos personales. No obstante, la impureza ceremonial no era vista como un juicio moral sobre la persona, sino como una cuestión ritual ligada a la observancia de la ley. Una vez que el sacerdote la declaraba limpia, podía reincorporarse plenamente a la vida comunitaria y religiosa.

Entre todas las enfermedades de la antigüedad, la lepra era la más temida. Hoy sabemos que es causada por la bacteria Mycobacterium leprae, pero en aquel tiempo era percibida como una afección misteriosa y devastadora. Se manifestaba en la piel con llagas purulentas y necrosis progresiva, y solía ser incurable y mortal. Un israelita diagnosticado con lepra por el sacerdote quedaba marginado de la sociedad y no podía adorar a Dios en el santuario. Debía recorrer las calles gritando: «¡Inmundo! ¡Inmundo!», para que los demás se alejaran de él. Expulsado del campamento, se veía obligado a vivir en la más absoluta soledad, como un desterrado que lamentaba su desgracia hasta el día de su muerte. La lepra era una enfermedad lenta y dolorosa, que consumía el cuerpo poco a poco. No existían médicos ni remedios en Israel para tratarla, y el pueblo la consideraba un castigo divino, lo que agravaba aún más la condición de quienes la padecían.

Ahora bien, la lepra y el pecado tienen una relación simbólica profunda. La lepra destruye el cuerpo, mientras que el pecado corrompe el alma. La miserable paga de la lepra era la soledad, el sufrimiento y la espera de una muerte sin esperanza; en tanto que la paga del pecado es la separación de la comunión con Dios, la putrefacción moral del alma y la condenación eterna. Ambas son enfermedades terribles, y leprosos y pecadores parecen compartir el mismo destino. Sin embargo, Jesús te ama tal como eres, aunque el pecado haya consumido tu vida, tu hogar y tu dignidad. Si crees en Él, su Espíritu te transformará en una nueva criatura; tu alma será restaurada, y tus heridas y manchas del pasado quedarán en el olvido. Dios te ofrece una vida plena y eterna.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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