LEYES, NO TABÚES
LEYES, NO TABÚES
«Así mantendréis a los hijos de Israel separados de sus impurezas, para que no mueran en sus impurezas por haber contaminado mi tabernáculo que está entre ellos» (Lv 15:31 LBLA).
El libro de Levítico es uno de los que conforman la Torá, la ley que Dios entregó a Moisés en el monte Sinaí. Su propósito principal es establecer una serie de leyes y reglamentos para regular la vida religiosa y social de los israelitas, así como normas de pureza ritual y moral. Su nombre proviene de la tribu de Leví, el tercer hijo del patriarca Jacob, que fue encargada del ministerio sacerdotal, incluida la administración del tabernáculo y los sacrificios.
El principio central de Levítico es el siguiente: Dios es santo y, para tener comunión con Él, se requiere santidad. El tabernáculo es puro porque Dios habita en absoluta pureza espiritual, moral y ceremonial. Tanto el pecado moral como la impureza ceremonial son cuestiones sumamente serias delante del Señor. Por ello, quienes se acercaban a su presencia en el santuario debían hacerlo con total pureza moral y física. Estas leyes de pureza aplicaban a todos por igual: desde el sumo sacerdote hasta el último de los israelitas, todos debían procurar diligentemente vivir en santidad, sin la cual nadie podía presentarse ante Dios.
Como se mencionó anteriormente, la impureza ritual no es pecado y es temporal. El propósito de estas leyes ceremoniales era enseñar que la santidad abarca todos los aspectos de la vida. Dios ordenó a Moisés y a Aarón enseñar al pueblo que cualquier varón con un flujo genital inusual debía aislarse para evitar la propagación de una posible infección. La naturaleza exacta de este flujo no se especifica, aunque algunos sugieren que podría referirse a una enfermedad venérea. Una vez sanado, el hombre debía ofrecer una ofrenda y así ser declarado limpio ceremonialmente.
Dios trataba con todos los aspectos de la vida, incluso los más privados, de manera apropiada y digna, sin ninguna referencia inapropiada en el pasaje. El sexo es sagrado porque fue diseñado por Dios y entregado a la humanidad con propósitos nobles. Las relaciones sexuales debían llevarse a cabo en un contexto de santidad y pureza. Así como el desarrollo físico de un niño lo conduce a la madurez, el desarrollo espiritual de un israelita debía llevarlo a la santidad, pues Dios es santo.
Dios instruyó a los israelitas a vivir de manera que reflejaran su santidad. Estas leyes fueron un regalo precioso, pues distinguían a Israel como un pueblo santo, apartado para Dios entre las naciones. Las normas sobre la pureza ceremonial resaltaban la importancia de mantener una vida pura y santificada en todas las áreas, incluida la sexualidad y la reproducción. Permanecer limpio de impurezas incentivaba la preparación espiritual y física para acercarse a Dios. Despreciar estas leyes, enseñadas con tanto detalle, implicaba un grave riesgo: Dios no dejaría impune al que las menospreciara.
El reconocido pastor estadounidense A. W. Tozer dijo: «El verdadero ideal cristiano no es ser feliz, sino ser santo». Sin embargo, la santidad es inalcanzable para el ser humano por sus propias fuerzas. Por más que se esfuerce, caerá una y otra vez derrotado por el pecado que mora en su naturaleza caída. Pero Cristo sigue siendo la respuesta: nos amó tanto que entregó su vida en rescate por la nuestra, derramó su sangre en la cruz y nos puede limpiar de todos nuestros pecados.
Cuando una persona cree en Jesús como su Salvador, Dios envía su Espíritu Santo para transformar todo su ser: espíritu, alma y cuerpo. A través de las Escrituras, nos santifica progresivamente hasta reflejar la noble y pura imagen de nuestro Señor Jesucristo. Dile sí a Jesús hoy y comienza la gran aventura hacia la santidad.
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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