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«Cuando el Señor Jesús terminó de hablar con ellos, fue levantado al cielo y se sentó en el lugar de honor, a la derecha de Dios» (Mr 16:19 NTV).
En una ocasión, Jesús observó cómo los invitados a una fiesta se esforzaban por ocupar los primeros asientos. Entonces, les contó una parábola: «Cuando seas invitado a una boda, no te sientes en el lugar de honor, no sea que haya un invitado más distinguido que tú, y el anfitrión que los invitó a ambos te diga: “Cede tu asiento a este hombre”, y entonces, con vergüenza, tengas que ocupar el último lugar. Al contrario, cuando seas invitado, siéntate en el lugar más humilde, para que, cuando llegue el anfitrión, te diga: “Amigo, sube a un lugar mejor”. Así serás honrado delante de todos los que están a la mesa contigo. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 14:7-11).
Jesús fue enviado por su Padre a participar en una "fiesta" en este mundo, y en lugar de elegir una gran metrópoli como Roma para nacer, escogió una aldea humilde como Belén; en lugar de un palacio lujoso, nació en un establo; y en vez de una cuna dorada, fue colocado en un pesebre desgastado. Jesús vivió cerca de la pobreza extrema en un pequeño pueblo llamado Nazaret, donde trabajó como carpintero durante su adolescencia y juventud. Eligió a doce hombres galileos como discípulos y dedicó su vida a enseñar y servir a su pueblo.
Al final de su breve ministerio, ocupó el lugar más bajo que alguien pudiera imaginar. En vez de sentarse en un trono de marfil, fue crucificado; en lugar de recibir una corona de oro y piedras preciosas, fue coronado con espinas que perforaron su frente. Sin embargo, desde ese lugar de sufrimiento y humillación, el Padre lo exaltó hasta lo más alto, colocándolo en el lugar más honroso del universo, a su diestra.
La noticia destacada para hoy es que Dios te ama tal como eres, pero te ama demasiado para dejarte así. ¡Él quiere que seas como Jesús! Sin embargo, dado que la mayoría preferimos los lugares de honor y nos cuesta humillarnos, Dios nos ha dado su Espíritu para transformar nuestro carácter a la imagen de su Hijo. Por lo tanto, es esencial reconocer el señorío de Cristo en tu corazón y llenarte del Espíritu Santo, para que tu vida refleje humildad y mansedumbre en todo lo que hagas, y así el Padre te exalte en su debido tiempo.
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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