CIEGO Y MENDIGO
CIEGO Y MENDIGO
«Aconteció que, acercándose Jesús a Jericó, un ciego estaba sentado junto al camino mendigando» (Lc 18:35 RV95).
El hombre ciego y mendigo, que por la lectura paralela sabemos que se llamaba Bartimeo, representa dos condiciones terribles que describen elocuentemente la situación espiritual y emocional del hombre sin Cristo. El incrédulo es doblemente ciego, si cabe el término, porque nace espiritualmente ciego y porque Satanás le ha cegado el entendimiento para que no le resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo.
Por otra parte, el impío es un mendigo de la felicidad; nace y permanece infeliz hasta que Cristo llega a su vida y la transforma. De lo contrario, vive en la calle de la amargura desde la cuna hasta la tumba, hambriento y sediento de paz y propósito. Así pues, cual pordiosero vagabundo, el hombre natural deambula sin rumbo, del conocimiento de Atenas al poder de Roma, y de la religiosidad de Jerusalén a las riquezas de Babilonia, tratando de encontrar, sin éxito, algo realmente significativo que mitigue el hambre de su vacío y desesperado corazón.
Entonces aparece en escena Jesucristo, el Hijo de Dios, quien vino al mundo para dar vida al ser humano y vida en abundancia. Todos los Bartimeos de la tierra, que vagan en completa oscuridad sin saber en qué tropiezan, y que permanecen famélicos y mendigando sin nada que comer o beber, en Cristo pueden ver y ser saciados. Jesús dijo: «Yo soy el pan que da vida. El que confía en mí nunca más volverá a tener hambre; el que cree en mí, nunca más volverá a tener sed» (Jn 6:35 TLA).
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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