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EL QUE PECA, MUERE

EL QUE PECA, MUERE

«He aquí, todas las almas son mías; tanto el alma del padre como el alma del hijo mías son. El alma que peque, esa morirá» (Ez 18:4 LBLA).

El célebre filósofo español José Ortega y Gasset afirmó: «Yo soy yo y mi circunstancia». Sin embargo, la Escritura enseña lo contrario: por más desfavorables que sean las circunstancias que te rodean, estas no justifican tus decisiones pecaminosas. Aunque seas brutalmente obligado a cometer un crimen, siempre tienes la última palabra y puedes negarte a hacerlo, aun si ello te cuesta la vida. Cada persona rendirá cuentas por sus decisiones, que la llevarán a la práctica de la virtud o de la maldad.

La hamartiología bíblica sostiene que eres pecador por naturaleza, por elección y por práctica. Según el relato del Génesis, Adán fue creado inocente y sin pecado, a imagen y semejanza de Dios. No obstante, «fue padre de un hijo que era igual a él, su viva imagen» (Gn 5:3). Es decir, sus descendientes, hasta llegar a ti, nacen humanos a imagen y semejanza de Dios, pero también pecadores a imagen y semejanza de Adán. Por eso, el apóstol Pablo asegura a los romanos que todos los seres humanos somos concebidos en pecado y nacemos alejados de la gloria de Dios.

Padres, hijos y nietos toman sus propias decisiones respecto a vivir para la gloria de Dios o para el deleite de su corazón impenitente. Dios te juzgará por tus propios pecados y por el uso que hagas de tu libre albedrío. Su juicio será justo, transparente e inapelable; a nadie se le imputará el mal que otro haya cometido, pues no será responsable de los vicios de su padre ni de los desórdenes morales de sus hijos. A cada uno se le abrirá un expediente de inmoralidad propio, y el dictamen será contundente: «No hay justo, ni aun uno» (Ro 3:10).

Eres, por naturaleza, pecador y, aunque tienes libertad para elegir entre el bien y el mal, siempre tiendes a elegir el mal, lo que te convierte en un pecador crónico, empedernido y consuetudinario. El profeta Jeremías preguntaba al pueblo, sin ningún atisbo de esperanza: «¿Podrá el etíope cambiar su piel, o el leopardo sus manchas? ¿Así también podréis vosotros hacer el bien, estando habituados a hacer el mal?» (Jer 13:23). Es decir, el pecado es una fuerza espiritual centrípeta, interna, profundamente arraigada en el alma y muy poderosa, que subyuga tu voluntad y te atrae hacia la maldad: ¡No puedes escapar de esa vorágine abominable!

Sin embargo, Dios, que es grande en amor y misericordia, te amó de tal manera que no te dejó tirado ni abandonado a tu suerte, sino que envió a su Hijo Jesucristo a este mundo para sufrir y morir en la cruz del Calvario en tu lugar. De esta manera, Él te ofrece libertad sobre el pecado, la muerte y el infierno. Si aceptas a Cristo como tu Salvador, Dios te limpia de todos tus pecados ipso facto y te concede la vida eterna. Hay esperanza para ti; hay salvación para todos. Solo tienes que creer en Jesús y serás salvo de toda condenación. Amén.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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