PRESENCIA REAL
PRESENCIA REAL
«Los trompetistas y los cantores se unieron para alabar y dar gracias al Señor. Al son de trompetas, címbalos y otros instrumentos, elevaron sus voces y alabaron al Señor con las siguientes palabras: "¡Él es bueno! ¡Su fiel amor perdura para siempre!". En ese momento una densa nube llenó el templo del Señor» (2 Cr 1-5 NTV).
Desde el día en que Yahweh liberó a los israelitas de Egipto, su morada fue un tabernáculo que se trasladaba de un lugar a otro, y nunca se quejó ante los líderes de Israel por no haberle construido un hermoso palacio de cedro. Pero David amaba a Dios con todo su corazón, y su mayor anhelo era construirle un templo, un santuario sagrado, una estructura magnífica, gloriosa y reconocida en el mundo entero. Con antelación y diligencia, David trabajó mucho para proveer los materiales necesarios para la construcción del templo del Señor, reuniendo abundancia de oro, plata, hierro, bronce, madera y piedra.
Cuando Salomón terminó de edificar el templo de Dios, mandó llamar a los ancianos de Israel y a todos los jefes de las tribus, para que fueran a Jerusalén a presenciar el traslado del arca del pacto del Señor desde su sitio en la Ciudad de David, también conocida como Sion, hasta el templo. El arca del pacto del Señor, en cuyo interior estaban las dos tablas de piedra que Moisés había colocado en ella en el monte Sinaí, fue llevada por los sacerdotes y los levitas al Lugar Santísimo y puesta bajo las alas de los querubines. Ese día fueron inmolados innumerables animales en honor de Yahweh, el Dios de Israel.
Los levitas, que eran músicos, todos vestidos de fiesta, tocaban sus arpas, liras, trompetas y címbalos, y los cantores entonaban alabanzas de loor y gratitud, porque el Señor es bueno y su fiel amor por su pueblo perdura para siempre. Fue entonces cuando una densa nube llenó cada centímetro cúbico del templo, de tal forma que los sacerdotes no pudieron seguir con la celebración a causa de la nube, ya que la gloriosa presencia del Señor llenaba el templo de Dios.
En la actualidad, todos los que hemos creído en Jesús como nuestro Señor y Salvador somos el templo de Dios; nuestro corazón se ha convertido en su altar y su presencia es real en nosotros todos los días. No necesitamos viajar a Jerusalén ni a ningún otro sitio para adorar a Dios. Tampoco necesitamos ofrecer sacrificios cruentos en el altar de bronce, porque el sacrificio de Jesús fue perfecto, y la sangre que derramó en la cruz del Calvario nos limpió de todo pecado y maldad.
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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