¡FIRMES Y DIGNOS!
¡FIRMES Y DIGNOS!
«David se estableció en la fortaleza, y por eso la llamaron "Ciudad de David"» (1 Cr 11:7 NVI).
David fue el octavo hijo de Isaí y pastoreaba las ovejas de su padre cuando Dios, por medio del profeta Samuel, le hizo una gran promesa: «Tú serás el pastor de mi pueblo Israel». David pastoreó Israel con mano hábil y corazón sincero durante cuarenta años: siete años en Hebrón y treinta y tres años en Jerusalén. Después de la muerte de Saúl, los ancianos de Israel recordaron a David que todos los israelitas provenían de la misma sangre y que él era quien dirigía realmente el poderoso ejército de Israel. Por lo tanto, David hizo un pacto ante el Señor con todos los líderes de la nación en Hebrón, y ellos lo ungieron como el rey de Israel. ¡Dios cumplió su palabra!
Tras ser ungido como el rey de Israel, David se dispuso a conquistar la ciudad de Jerusalén, donde vivían los jebuseos que lo odiaban. Se jactaban de que la ciudad era inexpugnable y se mofaban de él diciendo que nunca la conquistaría. Según la narrativa bíblica, el origen de la ciudad se remonta a Melquisedec, sacerdote de Yahweh en Salem, identificada con Jerusalén, quien bendijo a Abraham presentando pan y vino. David la conquistó mediante un contingente enviado a través de un manantial subterráneo y la convirtió en la capital de su reino, renombrándola como «Ciudad de David».
En su magnífica voluntad, Dios permitió que David estableciera a Jerusalén no solo como la capital de Israel, sino como el epicentro del mundo. Jerusalén fue la ciudad más importante de su época, ya que allí se construyó el Templo del Señor, donde el propiciatorio del Arca del Pacto fue el trono y el Lugar Santísimo, el palacio desde el cual Dios gobernó a su pueblo y a las naciones de la tierra. En la actualidad, Jerusalén, la ciudad eterna e indivisible, es la capital del Estado de Israel. La ciudad de Jerusalén volverá a ser la capital del mundo, porque desde allí, Jesús de Nazaret, el insigne Hijo de David, gobernará al mundo con justicia, equidad y paz.
¿Qué tan cerca estamos de ver el cumplimiento de esa maravillosa profecía? No lo sabemos, pero es ciertísima. Por lo tanto, permanezcamos firmes y dignos en la fe de Jesucristo, sin atemorizarnos de los peligros de Satanás y sin avergonzarnos de las burlas del mundo. No nos desviemos ni a derecha ni a izquierda de los principios éticos del reino, fijemos nuestra mirada en Él y avancemos con paso firme hacia nuestra redención. Recuerda, ¡no fuimos salvados para claudicar, sino para reinar!
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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