RÍOS DE SANGRE
«Coloca la mano sobre la cabeza del animal, y el Señor aceptará la muerte del animal en tu lugar a fin de purificarte y hacerte justo ante él» (Lv 1:4 NTV).
Cuando estuvo instalado, consagrado y en pleno funcionamiento el Tabernáculo, Dios habló a Moisés desde su Trono, el propiciatorio del Arca del Pacto ubicado en el Lugar Santísimo, y le dio instrucciones precisas al pueblo de Israel sobre los sacrificios. Se establecieron cinco clases de sacrificios: el holocausto, la ofrenda de cereal, el sacrificio de paz, el sacrificio por el pecado y el sacrificio por la culpa. En los capítulos 1 al 7 de Levítico se establecen las instrucciones específicas sobre quién puede ofrecer cada tipo de sacrificio, cómo deben realizarse y qué animales o productos agrícolas son apropiados para cada tipo de sacrificio. Los sacrificios han sido el sistema legítimo de expiación de los pecados cometidos por el ser humano desde el mismo huerto de Edén. Dios mismo sacrificó a dos animales inocentes derramando su sangre y quitándoles sus pieles, para confeccionarles túnicas resistentes a nuestros primeros padres, Adán y Eva. En los albores de la humanidad, Dios estableció el principio universal: «sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados».
Sin embargo, Dios no quitó ni un ápice de complejidad al procedimiento sacrificial por el cual los israelitas podrían ser justificados de sus pecados. El pecado es serio y arrastra consecuencias terribles, y Dios quería que todo el pueblo lo supiera, por eso las reglas para los sacrificios fueron tan tediosas en su procedimiento y tan gravosas en su costo material para los ofrendantes. El ofrendante debía elegir un animal sin defecto para ser sacrificado, luego madrugar y hacer su cola para que el sacerdote revisara y aprobara la idoneidad de su ofrenda. Tanto el sacerdote con la persona que ofrecía el sacrificio tenía que someterse a rituales de purificación, esto implicaba baños rituales y el uso de vestimenta especial. Seguidamente se mataba el animal y se lo descuartizaba. Con su sangre se rociaba el altar, luego se lavaban las patas y las vísceras para ser quemado completamente en el altar, otras partes se conservaban para el consumo sacerdotal o la familia del oferente. Se realizaban oraciones y bendiciones durante todo el proceso y así el pecador obtenía el perdón de su pecado y la reconciliación con Dios.
Dios estableció el derramamiento de sangre para la expiación del pecado porque la vida del ser humano está en la sangre. Dios había decretado que la paga del pecado es la muerte. Así que, el acto de derramar la sangre de un animal simboliza entregar la vida del animal inocente como una forma de expiación por el pecado, dar una vida para redimir otra. La sangre derramada representaba el precio pagado por el pecado y el medio para reconciliar al pecador con Dios. El animal sacrificado actuaba como un sustituto del pecador, llevando sobre sí mismo las consecuencias del pecado, por eso el oferente tenía que poner sus manos sobre el animal que iba a ser sacrificado, de esta manera el pecador endosaba su pecado al animal. El derramamiento de sangre servía de un recordatorio visual y tangible de la gravedad del pecado y de su costo. Se enfatizaba así la importancia de la pureza moral y espiritual ante Dios.
Sin embargo, este río de sangre no fue capaz de limpiar el más minúsculo pecado, si es que tal cosa existe, sólo los cubría delante de Dios. Pero todos estos sacrificios imperfectos apuntaban en obediencia y fe al sacrificio perfecto de Jesús de Nazaret, el Cordero de Dios, realizado en la cruz del Calvario. Allí en la cruz se definió el verdadero significado del amor, y fue la sangre de Dios derramada en la cruz la que proveyó salvación para todos los hombres. Tal como lo dijo C. S. Lewis: «A Dios no le costó nada, según entendemos, crear cosas lindas, pero convertir a seres rebeldes y pecadores le costó una crucifixión». Jesús de Nazaret, como lo dijo el profeta Isaías, «fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados» (Is 53:5). Cristo ya fue sacrificado por nosotros y ahora sólo tenemos que arrepentirnos de nuestros pecados y creer en él para ser salvos y recibir el regalo de la vida eterna.
–Carlos Humberto Suárez Filtrín
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