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TROFEOS DE LA GRACIA DE DIOS

TROFEOS DE SU GRACIA

«Dedícame a todos los primeros hijos varones del pueblo de Israel. Todo primer nacido, tanto de los seres humanos como de los animales, me pertenece» (Ex 13:2 NTV).

El pueblo de Israel salió de Egipto el día 15 de Nisán, el primer día del calendario hebreo, justo el día que se cumplían los cuatrocientos treinta años de su estadía en ese país. Dios cumplió su promesa de liberar a su pueblo de la esclavitud y por eso la fiesta solemne de la pascua le pertenece a él, y todos los israelitas deberán conmemorarla cada año de generación en generación. Ahora el pueblo de Israel le pertenecía a Dios por tres razones fundamentales: por ser su creador, por ser su proveedor y por ser su redentor. Su pueblo se había perdido física, moral y espiritualmente en Egipto, pero Dios los compró con los ríos de sangre de los animales inocentes que fueron sacrificados la tarde del día 14 de Nisán. Hasta ese preciso momento, faraón se consideraba dueño y señor de la vida, la libertad y la propiedad de los israelitas. Los israelitas por su parte se consideraban propiedad de faraón y estaban convencidos que Egipto era su hogar.

Cuando los israelitas tuvieron un pie fuera del dominio de faraón en Egipto, Dios le ordenó a Moisés la consagración de todos los primogénitos, los primeros hijos y las primeras crías de animales serían apartados para un servicio especial y sagrado a Dios. Ahora bien, esta práctica simbolizaba la respuesta de gratitud y sumisión del pueblo de Israel hacia Dios por su liberación de la angustiosa esclavitud de Egipto. También recordaba el acto de Dios al salvar a los primogénitos de Israel durante la última plaga, cuando el ángel de la muerte pasó (en hebreo «pesaj») sobre las casas marcadas en sus dinteles con la sangre del cordero pascual. Desde una perspectiva teológica más amplia, la consagración de los primogénitos apuntaba a la santificación y la dedicación de toda la vida al servicio de Dios. Esta idea se desarrolla a lo largo de la Biblia, especialmente en el contexto de la ley y las prácticas cultuales del Antiguo Testamento. La consagración de los primogénitos también establecía un recordatorio constante para el pueblo de Israel sobre la gracia y la redención de Dios en sus vidas.

Los israelitas deben grabar la pascua y su significado en el lugar santísimo de sus almas, que eran un pueblo desgraciado y sin esperanza, pero Dios en su gracia y misericordia se inclinó a oír su clamor y los libró de la penosa esclavitud de faraón en Egipto. Cada generación de israelitas debía escuchar la historia que hubo un tiempo cuando ellos eran unos miserables esclavos, inmerecedores de la gracia y la misericordia de Dios. El mismo Aarón y su familia estaba con sus saldos en rojo y en una situación paupérrima de bancarrota. Sus alforjas estaban completamente vacías, sin siquiera un solo mérito físico, moral o espiritual que los recomendara como candidatos para la redención divina. Israel se había ganado a pulso la melancolía que cundía en toda la nación y todos sin excepción merecían el infierno, al igual que los egipcios y cananeos. Y de allí mismo, de las mismas compuertas infernales Dios rescató a Israel y lo hizo su esposa amada, su especial tesoro, su nación santa, su primogénito de entre todos los pueblos de la tierra y su heredero universal. ¡Ningún israelita debía olvidarlo jamás!

Todo en esta vida y en este mundo tiene que ver con la gracia de Dios y nada tiene que ver con los méritos humanos. Israel es un trofeo de la gracia de Dios, la más brillante de las virtudes del carácter divino. Entre otras desvirtudes, Israel era un pueblo feo, hediondo, corriente, rebelde, incrédulo y desleal, pero ninguno de sus pecados fue lo suficientemente poderoso para alejarlo del amor inagotable y de la sublime gracia de Dios. Dios se inclinó hacia Israel, lo abrazó y lo besó. Refiriéndose a la gracia de Dios, el renombrado teólogo y misionero, Elí Stanley Jones, dijo: «La gracia es amor favoreciéndonos cuando no éramos favorables, amándonos cuando no éramos amables, aceptándonos cuando no éramos aceptables y redimiéndonos cuando –según todas las reglas del juego– no éramos redimibles». Así que, Dios creó al hombre para la alabanza de su gloria y lo redimió para la exaltación de su gracia. Por lo tanto, no menospreciemos la gracia de Dios, amemos al Señor con todo nuestro ser y sirvámosle con todas nuestras fuerzas.

–Carlos Humberto Suárez Filtrín

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