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SEGURO COMO EL AMANECER

SEGURO COMO EL AMANECER

«Abraham vivió ciento setenta y cinco años, y murió en buena vejez, luego de una vida larga y satisfactoria. Dio su último suspiro y se reunió con sus antepasados al morir» (Gn 25:7-8 NTV).

Abraham fue el primogénito de Taré, quien a su vez era un descendiente de Sem, el primogénito de Noé. Hasta que Dios irrumpió la vida de Abraham a los setenta años, éste vivió junto con su amada esposa Sara en Ur de los caldeos, una ciudad muy importante en Mesopotamia donde se adoraba a Nanna, el dios de la luna en la mitología mesopotámica, venerado como una figura poderosa y su culto tenía influencia significativa en la vida religiosa y social de Ur. Abraham tuvo ocho hijos en total: a Ismael en Agar (la sierva egipcia de Sara), a Isaac en su esposa Sara, a Zimram, Jocsán, Medán, Madián, Isbac y Súa en Cetura, la esposa que tomó después de la muerte de Sara. Cuando Abraham le dijo «heme aquí» al Señor, compró un boleto seguro como el amanecer, pues vivió más de un siglo disfrutando de la buena, agradable y perfecta voluntad de Dios para su vida.

Cuando Abraham recibió la visita de Dios, escuchó a todas sus palabras y «obedeció todos sus requisitos, mandatos, decretos e instrucciones» (Gn 26:5). Por esa razón, Dios lo bendijo de tal manera que llegó a ser «riquísimo en ganado, en plata y en oro» (Gn 13:2). Su siervo lo describió así: «Y Jehová ha bendecido mucho a mi señor, y él se ha engrandecido; y le ha dado ovejas y vacas, plata y oro, siervos y siervas, camellos y asnos» (Gn 24:35). Imagínese qué hubiera pasado si Abraham hubiera menospreciado el plan de Dios para su vida, con toda seguridad no hubiera tenido una vida plena, un hogar estable, una familia numerosa, y yo no estuviera escribiendo una reflexión espiritual acerca de él en este momento. Por lo tanto, obedecer el propósito de Dios es apostar a ganar, es semejante a comprar todos los números de la tómbola, no importa el número que salga, ¡usted gana!

Al final de su carrera, Abraham heredó a todos sus hijos y les dio regalos generosos a sus concubinas. Abraham «murió en buena vejez, luego de una vida larga y satisfactoria» (Gn 25:8). Sus hijos Ismael e Isaac lo enterraron en la cueva de Macpela junto a su amada esposa Sara. Abraham se fue sin dejar deudas ni pleitos pendientes. El pensador inglés, Tomás Moro, escribió: «La muerte no es más que pasar de este mundo al jardín de la vida eterna». Un buen día de esos, Abraham levantó la vista, miró a su alrededor y vio que todo estaba en orden y en paz, se acostó, cerró sus ojos y pasó de una vida larga y satisfactoria a una vida plena y eterna. El poeta mexicano, Amado Nervo, declamó: «¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!». Abraham fue un forjador de esperanza, un testigo de la promesa divina y un ejemplo universal de fe y obediencia.

Ahora bien, los magníficos planes de Dios para Abraham no fueron mejores, ni más significativos, ni más trascendentes que los que Él ha preparado para ti y para mí. Dios no amó más a Abraham que lo que te ama a ti y a mí. Dios nos ama con todo el amor con el que es capaz de amar la Deidad. ¡Dios nos ama con el mismo amor con el que ama a su Hijo Jesucristo! Maravilla de maravillas, no hay verdad más hermosa que esta: los planes de Dios para sus hijos, de todos los lugares del mundo y de todas las épocas de la historia, son geniales y dignos de ser conocidos y ejecutados.

–Carlos Humberto Suárez Filtrín

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