EL DISFRAZ DE UN DEMONIO
EL DISFRAZ DE UN DEMONIO
«No te hagas ninguna clase de ídolo ni imagen de ninguna cosa que está en los cielos, en la tierra o en el mar. No te inclines ante ellos ni les rindas culto, porque yo, el Señor tu Dios, soy Dios celoso, quien no tolerará que entregues tu corazón a otros dioses. Extiendo los pecados de los padres sobre sus hijos; toda la familia de los que me rechazan queda afectada, hasta los hijos de la tercera y cuarta generación. Pero derramo amor inagotable por mil generaciones sobre los que me aman y obedecen mis mandatos» (Ex 20:4-6 NTV).
Durante el tercer mes de su peregrinaje en el desierto (_Siván_ en el calendario hebreo y mayo/junio en el calendario gregoriano), los israelitas llegaron y acamparon al pie del monte Sinaí. A partir de ese momento, el monte Sinaí obtendrá una gran relevancia geográfica y espiritual, porque allí Dios habló con Moisés y estableció un pacto con su pueblo. Dios en Sinaí le entregó a Israel la Ley –los Diez Mandamientos–, lo más sagrado y sublime que recibió en toda su historia, lo que distinguirá a este pueblo en el consenso de naciones, regalo que fue únicamente superado por el Mesías, Su Majestad Real, Jesús de Nazaret. Israel halló gracia a los ojos de Dios y fue escogido para ser luz a las naciones con su ética y moral. Los Diez Mandamientos reflejan el carácter sabio, santo y justo de Dios y representan el pacto que hizo con su pueblo Israel. Dios en Sinaí adoptó a Israel como su esposa amada, su hijo primogénito y su especial tesoro. Israel sería el pregonero de Dios del bien estar, el bien hacer y el bien decir.
En el primer mandamiento Dios establece que Él es el único a quien su pueblo debe amar, adorar y servir. Allí queda establecido por estatuto perpetuo el monoteísmo, es decir, la creencia en un solo Dios, Yahweh, el Dios único y verdadero, el Dios de Israel. La adoración a Dios es exclusiva, su pueblo jamás deberá participar en ningún rito de adoración a otro dios. Yahweh no aceptará ser plato de segunda categoría en su pueblo. El Señor será el _álef_ y el _tav_ de sus conversaciones, el más amado y admirado en sus corazones y el centro y el único en sus decisiones. Mientras que los pueblos vecinos adorarán a una retahíla de dioses falsos, inmorales e inútiles, Israel obedecerá al único Dios vivo y verdadero, Yahweh es su nombre. Quedó claro que considerar la remota posibilidad que exista otro dios es ignorancia, perfidia y blasfemia, y será castigada severamente.
Ahora bien, el segundo mandamiento es una ampliación del primero. Si no existe otro dios, entonces los ídolos son los disfraces y las máscaras de los demonios. Israel no debía tallar en metal, piedra, marfil, madera o yeso, ninguna clase de ídolo, imagen, tótem, efigie, estatua o amuleto, con el cual quisieran representar a Dios e inclinarse ante ellos. Dios es Espíritu y no se lo puede representar con ningún ente celestial ni objeto terrenal o marítimo. Inclinarse ante ellos es idolatría, invocarlos con oraciones es sacrilegio y ofrecerle sacrificios es una abominación a los ojos de Dios, un acto que le provoca nauseas. ¿Por qué algunos ídolos ancestrales, imágenes sagradas, esculturas de vírgenes y estatuas de santos parecen tener poderes especiales y hacer milagros? Porque detrás de todos ellos está Satanás: promoviendo el culto y la veneración a los demonios, obrando milagros por medio de sus espíritus inmundos y confundiendo a la gente para apartarlas de la verdadera comunión con Dios.
Finalmente, Dios no está detrás de ningún ídolo, ícono, virgen o santo, el Demonio sí. Satanás inspiró a Herodes para ser aclamado como dios y murió agusanado. El diablo influye en la gente insensata para orar y adorar a Hugo Chávez y Diego Maradona, por ejemplo. ¿Pueden creer que en una iglesia cristiana adoran a Beyoncé en vida y entonan sus cantos como alabanzas? El segundo mandamiento prohíbe al pueblo de Dios que venere o se incline ante la imagen de algún cantante famoso, estrella de cine, deportista destacado, político elocuente o científico renombrado, porque es idolatría, el peor de los pecados en los que puede incurrir un hijo de Dios. Los Diez son mandamientos, no sugerencias. Obedecerlos es apostar a la vida, la bendición y la victoria. Desobedecerlos es apostar a la muerte, la maldición y la derrota. ¡Elige la obediencia!
–Carlos Humberto Suárez Filtrín
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