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¡UN DÓLAR MÁS!


«Los que aman el dinero nunca tendrán suficiente. ¡Qué absurdo es pensar que las riquezas traen verdadera felicidad!» (Ec 5:10 NTV).

Si yo hubiese escrito ese versículo, tendrías mucha razón en dudar sobre su veracidad, porque yo nunca he poseído riquezas. Por el contrario, quien lo escribió fue un rey inmensamente rico, que podía comprar todo lo que un hombre puede desear en la vida. Y, sin embargo, llegó a constatar por experiencia propia, que todo el oro del mundo no es capaz de comprar a la verdadera felicidad. El dinero es poderosamente adictivo y siempre te sentirás atraído hacia él, siempre querrás tener un poco más.

La Biblia no está en absoluto en contra de las riquezas, por el contrario, el libro de Proverbios, por ejemplo, enseña claramente que el trabajo diligente, la inversión sabia y el ahorro constante, conducen al bienestar y a la prosperidad material. Lo que la Biblia condena abiertamente es la «avaricia», es decir, ese afán inherente de poseer muchos bienes por el solo placer de atesorarlos. Ese «amor al dinero» es un veneno mortal para la felicidad humana, es la «raíz de todos los males» que pueden acaecerle al hombre, dice el apóstol Pablo (1 Ti 6:10).

A John D. Rockefeller, el famoso magnate de la industria petrolera estadounidense, se le preguntó en una ocasión: «¿Cuánto dinero se necesita para hacer feliz a un hombre?». De la cantidad infinita de respuestas que Rockefeller pudo elegir, respondió así: «¡Sólo un dólar más!». Definitivamente, la mezquindad es un verdadero lastre para una vida feliz. Ya lo había escrito siglos atrás el famoso poeta medieval, George Herbert: «El avaro lleva en sí su propio infierno».

La noticia prominente para hoy es: la bendición de Dios es la que enriquece y no añade tristeza con ella. El hombre que recibe la buena salud y las riquezas de parte de Dios, vive agradecido y disfruta de la vida; no anda estresado ni atemorizado, porque sabe que todo lo que tiene le pertenece a Dios y que Él es quien da y quien quita, según su buena, agradable y perfecta voluntad.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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