DIOS TE TRAERÁ DE REGRESO
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DIOS TE TRAERÁ DE REGRESO
«Aunque te encuentres desterrado en el lugar más distante de la tierra, desde allá el Señor tu Dios te traerá de vuelta y volverá a reunirte» (Dt 30:4 NVI).
Cuando el pueblo de Israel entró victorioso en la Tierra Prometida para tomar posesión de ella, pronto olvidó temer a Dios y guardar sus mandamientos. En lugar de reconocer que su éxito se debía a la fidelidad divina, se dejaron llevar por la autosuficiencia y la idolatría. Como consecuencia, Dios cumplió su advertencia y permitió que fueran castigados con el exilio: primero, fueron llevados cautivos a Asiria (722 a.C.); luego, a Babilonia (586 a.C.); y, finalmente, dispersados hasta los confines de la tierra tras la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. La severidad de este juicio estaba claramente anunciada en la Escritura: «Así como el Señor se agradó en multiplicarte y hacerte prosperar, también se agradará en arruinarte y destruirte» (Dt 28:63, NVI).
Los israelitas fueron arrancados de la tierra buena y espaciosa, donde fluía leche y miel, y dispersados por todas las naciones, desde un extremo del planeta hasta el otro. Aquel pueblo que había experimentado la cercanía del Dios vivo y verdadero, el Creador y Sustentador del universo, terminó inclinándose ante dioses de madera y piedra, en un acto de profunda humillación. En su destierro, no encontraron paz ni lugar de descanso: sus corazones se llenaron de angustia, su vista se nubló por la tristeza y sus almas desfallecieron bajo el peso del juicio divino.
La vida en el exilio era precaria y cruel. Cada israelita vivía con el temor constante de no sobrevivir hasta el día siguiente. La incertidumbre los consumía, y el horror de su nueva realidad los aterraba. En su desesperación, algunos intentaron venderse como esclavos a sus enemigos, pero ni siquiera hallaron compradores. No obstante, aunque su pecado fue grande, el amor de Dios es aún mayor. Su gracia es inagotable, su misericordia es infinita y su bondad no tiene límites. A través de sus profetas, Dios les dio una esperanza: si se arrepentían sinceramente de sus pecados, volvían a su pacto y obedecían con todo su corazón sus mandamientos, Él los restauraría. Les prometió reunirlos de entre las naciones donde los había dispersado, prosperar sus caminos y devolverles la paz y la abundancia.
El célebre predicador del siglo XIX, Charles Spurgeon, expresó con gran claridad el carácter compasivo de Dios al decir: «Mi Señor está más dispuesto a perdonar que usted a pecar; y más dispuesto a indultar que usted a delinquir».
Y, en efecto, el torrente de iniquidades cometidas por los israelitas jamás fue suficiente para extinguir el amor de Dios por su pueblo. A pesar de sus constantes rebeliones, el Señor siempre estuvo más dispuesto a perdonar que ellos a desobedecer. Y lo más sorprendente es que, lejos de retener su bendición, Dios les prometió volver a deleitarse en hacerles bien: les daría descendencia numerosa, abundancia de ganado y cosechas prósperas. Por su gracia, Israel volvería a ser la nación grande y poderosa que Él había prometido.
Este pasaje nos deja una lección invaluable: sin importar cuán lejos hayamos caído o cuán adversas sean nuestras circunstancias, Dios siempre ofrece restauración a quienes regresan a Él con un corazón sincero. La fidelidad de Dios hacia su pueblo es inquebrantable; aunque el hombre se aparte, Él sigue cumpliendo sus promesas y está dispuesto a reunir nuevamente a los que se han alejado. No importa lo distante que alguien se sienta de Dios o de su propósito, siempre hay esperanza en su perdón y en su favor.
Dios no se complace en vernos desorientados, afligidos o solitarios. Al contrario, su llamado de amor es constante y claro. Nos invita a creer en su Hijo, Jesucristo, y a volver a sus brazos de misericordia, para nunca más apartarnos de Él.
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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