HASTA LOS MEJORES FALLAN
HASTA LOS MEJORES FALLAN
«El Señor dijo a Moisés y a Aarón: “Por no haber confiado en mí ni haber reconocido mi santidad en presencia de los israelitas, no serán ustedes los que lleven a esta comunidad a la tierra que les he dado”» (Nm 20:12 NVI).
Lo relatado en este capítulo ocurrió durante la estancia del pueblo de Israel en Cades Barnea, en el desierto de Zin, ubicado en la frontera sur de Canaán, aproximadamente treinta y ocho años después de la salida de Egipto. Miriam, la hermana mayor de Moisés y Aarón, había fallecido y fue sepultada en ese lugar. En su momento, ella criticó a Moisés, y Dios la castigó impidiéndole llegar a ver la Tierra Prometida.
Una vez más, los israelitas, fieles a su costumbre de quejarse y rebelarse contra sus líderes, acusaron a Moisés y Aarón de haberlos obligado a salir de Egipto para llevarlos a ese lugar desolado. Según la congregación israelita, Egipto era una tierra de abundancia, donde fluían la leche y la miel, a diferencia de aquel territorio árido y solitario, donde ni siquiera había agua para beber. Entonces, Dios ordenó a Moisés y Aarón que reunieran a la comunidad y le hablaran a la roca, de la cual brotaría agua en abundancia. Sin embargo, «Moisés levantó su mano y golpeó la roca dos veces con la vara, y el agua brotó a chorros. Así que toda la comunidad y sus animales bebieron hasta saciarse» (Nm 20:11).
Esta situación ya se había presentado en el pasado, evidenciando la propensión de Israel a tropezar repetidamente con la misma piedra. En el desierto de Sin, apenas un mes después de salir de Egipto, los israelitas murmuraron contra Moisés y Aarón por la falta de comida, y Dios respondió enviando maná y codornices. Más adelante, al llegar al desierto de Refidim, los hijos de Israel volvieron a quejarse por la escasez de agua. En esa ocasión, Dios ordenó a Moisés golpear una roca en Horeb, de la cual brotó agua milagrosamente para saciar la sed del pueblo y sus animales (Éx 17:1-7).
Sin duda, en aquel tiempo, Israel parecía campeón olímpico en las categorías de quejas y rebeliones, pues era un pueblo crónicamente inconforme que encontraba motivos para su descontento en cualquier situación. A pesar del amor y el poder que Dios demostró en repetidas ocasiones, ¿no resulta sorprendente que los israelitas no avanzaran hacia la Tierra Prometida con gratitud y devoción? Aun así, su inclinación a la queja persistió.
Pero ¿por qué Moisés, en lugar de hablarle a la roca, la golpeó dos veces? ¿Será que los israelitas finalmente colmaron la paciencia del «hombre más manso de la tierra»? ¿O acaso Moisés temió que no brotara agua si solo le hablaba, y prefirió golpearla para no poner en entredicho su prestigio? Los pecados con los que más lucharon Moisés y Aarón —la incredulidad y la desobediencia— fueron precisamente en los que incurrieron al final de su ministerio. La pregunta de Moisés al pueblo: «¿Acaso debemos sacarles agua de esta roca?» (v. 10), dicha en un momento de impaciencia e irritación, revela una duda ante toda la congregación sobre si Dios cumpliría su promesa. Por eso el Señor les reprochó: «Por no haber confiado en mí» (v. 12).
Este pecado tuvo una agravante notable, ya que fue cometido delante de los hijos de Israel, quienes debieron ver en ellos ejemplos de fe, esperanza y mansedumbre (Henry). Al pecado de incredulidad, Moisés y Aarón sumaron uno de desobediencia, pues Dios les había ordenado hablarle a la roca, pero ellos hablaron al pueblo y golpearon la roca dos veces (Lightfoot).
El rabino alemán S. R. Hirsch afirmó: «El judaísmo enseña que cuanto más grande es una persona, tanto más estricta es la norma por la que se le juzga, y tanto más grave es la culpa y el castigo que ha de sufrir si llega a apartarse de dicha norma». Y así fue: incluso los mejores pueden fallar. Ninguno de los hijos de Amram tuvo el honor de introducir a Israel en Canaán. Miriam falleció en el desierto de Zin, Aarón murió en el monte Hor y Moisés desapareció en el monte Nebo. Llegaron hasta la frontera de la Tierra Prometida, pero no pudieron entrar.
Un antiguo refrán dice: «Mientras más alto subimos, más dolorosa es la caída». Estas tres personas extraordinarias, que realizaron un trabajo admirable, nos dejan una lección muy importante: confiemos en Dios siempre y no en nuestra propia prudencia.
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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