REBELDES SIN CAUSA
«A excepción de Caleb hijo de Jefone y Josué hijo de Nun, ninguno de vosotros entrará en la tierra por la cual alcé mi mano y juré que os haría habitar en ella» (Nm 14:30 RV95).
Los israelitas fueron unos rebeldes sin causa, porque Dios nunca les dio motivo para que se revelaran contra Él y sus siervos, Moisés y Aarón. Dios les demostró con lujo de detalles su infinito poder y su inagotable amor. Los sacó de Egipto haciendo uso de su autoridad divina enviando diez plagas que diezmó la producción agrícola, los animales y a la población egipcia. Abrió las aguas del mar Rojo para que el pueblo lo atravesara en seco. Sanó las aguas amargas de Mara y el pueblo pudo hidratarse a gusto y placer. Les proveyó del maná que cayó del cielo para alimentarlos. Los defendió de los amalecitas que intentaron destruirlos. Se manifestó en toda su gloria en el monte Sinaí y les dio leyes sabias, justas y santas para que se rigieran por ellas. La nube de día y la columna de fuego de noche, que representaba su magnífica presencia, no se apartó de ellos ni un solo instante. Dios fue tierno, amoroso y fiel con su pueblo, ellos no tuvieron ni una sola razón para rebelarse contra Él.
Como se dijo ayer, Cades Barnea fue un punto de inflexión en su travesía por el desierto, un instante decisivo en la historia nacional del pueblo israelita. Los doce espías convencieron a la congregación de la fiereza de los habitantes de la Tierra Prometida, de la estatura de los gigantes y de las enormes murallas de las ciudades, y el pueblo se empezó a ver a sí mismo como langostas. Dejaron de mirarse como Dios los veía: su pueblo escogido, su nación santa, sus sacerdotes reales, su esposa amada, su príncipe glorioso y sus misioneros al mundo. Empezaron a llorar a gritos y se quejaron amargamente. Acusaron a Dios de haberlos traído al desierto para matarlos y para que sus esposas e hijos fueran llevados como botín. Conspiraron contra Moisés y Aarón para elegir nuevos líderes que los condujeran de regreso a Egipto. Se les metió la idea en la cabeza que debían apedrear a Caleb y a Josué. Tristemente, Israel se comportó como un pueblo rebelde sin causa.
Entonces Moisés intercedió por el pueblo de Israel y el Señor los perdonó. Pero Dios les infligió una disciplina tan dura que no la olvidarían jamás; Dios hizo con ellos exactamente como los oyó decir. Dios ordenó que el pueblo diera media vuelta de regreso al desierto para deambular entre sus dunas de arena por cuarenta años, un año por cada día que los espías permanecieron en Canaán. Todos los que tuvieran veinte años o más caerían muertos en el desierto y no verían la Tierra Prometida, tierra buena y espaciosa donde fluyen la leche y la miel. Ellos que dijeron que sus hijos serían llevados como botín, pues ellos serían los únicos que entrarían a la tierra a disfrutar de lo que sus padres despreciaron. Solo Caleb líder de la tribu de Judá y Josué líder de la tribu de Efraín, por mantener una actitud de fe y obediencia ante el Señor, entrarán triunfantes en la Tierra Prometida y sus descendientes poseerán la porción de tierra que les corresponda. Y el pueblo rebelde sin causa pereció por su incredulidad y desobediencia.
La incredulidad y la desobediencia fue un binomio nefasto para Israel, y también lo es para una vida cristiana victoriosa, porque nos aleja de la presencia, de los planes y de las bendiciones del Señor. Jonty Allcock, en su libro «Mandamientos imposibles», escribió: «La obediencia es impulsada por un entendimiento maravilloso de la bondad de los mandatos de Dios». Es decir, cada mandato del Señor es ordenado para nuestra edificación espiritual, nuestra bendición emocional y nuestro beneficio material. La vida cristiana está llena de estos momentos cruciales, son ineludibles, y son preparados divinamente con un propósito de bien. No lo olvides nunca: ¡Creer y obedecer te conduce a poseer y disfrutar!
–Carlos Humberto Suárez Filtrín
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