LIBRO PERJUDICIAL
«Las enseñanzas del Señor son perfectas; reavivan el alma. Los decretos del Señor son confiables; hacen sabio al sencillo. Los mandamientos del Señor son rectos; traen alegría al corazón. Los mandatos del Señor son claros; dan buena percepción para vivir. La reverencia al Señor es pura; permanece para siempre. Las leyes del Señor son verdaderas; cada una de ellas es imparcial. Son más deseables que el oro, incluso que el oro más puro. Son más dulces que la miel, incluso que la miel que gotea del panal» (Salmos 19:7-10 NTV).
Este maravilloso Salmo registra un poema sublime dedicado a las Sagradas Escrituras, que fue compuso por el rey David, el «dulce cantor de Israel». Aunque la ‘perfección’ de algo sólo pertenece al imaginario popular, David asevera que la Ley de Dios sí lo es. Las enseñanzas del Señor tienen vida y poder para provocar una «metanoia», es decir, una transformación espiritual profunda e irreversible en tu ser.
Los escritos de Confucio y Platón son muy útiles, pero adolecen de la agudeza para penetrar hasta lo más íntimo de la persona y someter a juicio los pensamientos y las intenciones del corazón. Por el contrario, David le atribuye a las Escrituras las virtudes de fidelidad, rectitud, claridad y veracidad, características que no posee ningún otro cuerpo de literatura en la historia. Y es que asignarle a la Biblia todos los adjetivos de excelencia que existen no es redundancia, sino saber todo acerca de su origen, de su belleza y de su eficacia.
Así que la Biblia es un libro perjudicial, porque «la lectura regular de la Palabra de Dios perjudica seriamente la inmadurez espiritual» (Jurgen Schulz). La Palabra de Dios hizo muchísimas cosas extraordinarias en la vida de David: alumbró su camino y lo guió en sus decisiones, lo reunió con los sabios y lo guardó de los necios, lo apartó del pecado y lo hizo madurar espiritualmente. En resumen, «Las Escrituras son las palabras que Dios utiliza para atraernos a Él» (William Tyndale).
—Carlos Humberto Suárez Filtrín
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