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¡CUIDADO CON EL VÉRTIGO DE PODER!

¡CUIDADO CON EL VÉRTIGO DE PODER!

«Babilonia, el martillo más poderoso de toda la tierra, queda roto y hecho pedazos. ¡Babilonia queda desolada entre las naciones!» (Jeremías 50:23 NTV).

Pítaco de Mitilene, uno de los siete sabios de la antigua Grecia, pronunció una frase que sigue retumbando en la historia: «Si quieres conocer a un hombre, dale un gran poder. El poder no corrompe, solo revela».

Nada ilustra mejor esta sentencia que la figura imponente de Nabucodonosor. En la famosa estatua del sueño que lo inquietó, él era la cabeza de oro resplandeciente, símbolo del imperio babilónico. Y así sucedió: Nabucodonosor llegó a ser el gobernante absoluto del mundo conocido en su tiempo. No tenía Congreso, Senado ni Corte Suprema que limitara sus decisiones; su palabra era ley y nadie se atrevía a cuestionarla. Era la voz que decretaba vida o muerte.

El poder es un espejo que muestra lo que realmente somos. Algunos se embriagan con él; otros lo usan para servir. Nabucodonosor eligió el primer camino. Su ego creció tanto como las murallas de Babilonia, y su corazón se inflamó de soberbia.

A lo largo de la historia, muchos han caído en la misma trampa. Se cuenta que, cuando el emperador Marco Aurelio desfilaba por las calles de Roma entre vítores y alabanzas, un siervo se le acercaba y le susurraba al oído: «¡Mira tras de ti! Recuerda que solo eres un hombre. Recuerda que morirás. Toda gloria es efímera». ¡Qué sabio recordatorio! El orgullo es como un incendio: comienza con una chispa en el corazón y termina devorándolo todo.

Los babilonios, cegados por la soberbia, se creyeron el mito de que su rey era un dios, hijo de Nabu, heredero de Marduk y Zarpanitum. Pensaron que el poder les daba la prerrogativa de invadir, saquear y masacrar pueblos sin rendir cuentas. ¡Pero Dios no se deja engañar!

La profecía que Jeremías anunció repetidas veces confirmaba un hecho ineludible: Babilonia, la autoproclamada «Puerta de los dioses» (Bav-il), caería estrepitosamente. Ninguna deidad del panteón mesopotámico podría impedirlo. Ese «martillo poderoso», famoso por aplastar naciones, sería reducido a pedazos. Su gloria se desvanecería como humo, y su descendencia quedaría arrinconada en el olvido de la historia.

Hoy, la noticia prominente es esta: «Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes» (Santiago 4:6). El castigo que Dios infligió a Babilonia no es un relato para llenar enciclopedias, sino una advertencia para nuestra generación. Mira las ruinas actuales: guarida de chacales, polvo y silencio. Así termina todo imperio que se cree invencible.

Por eso, examina tu corazón: ¿hay orgullo en tus palabras, en tus decisiones, en tu manera de tratar a los demás? Recuerda: «Humíllense delante del Señor, y Él los exaltará» (Santiago :10). El poder no es malo, pero es una prueba que desnuda el alma. Si Dios te confía influencia o liderazgo, úsalo para servir, no para ensalzarte. Porque, al final, no importa cuán alto subas: si no caminas en humildad, la caída será inevitable.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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