OBEDECE Y SE FELIZ
OBEDECE Y SE FELIZ
«Obedezcan mis mandamientos y póngalos por obra. Yo soy el Señor» (Lv 22:31 NVI).
Este versículo destaca la importancia de obedecer los mandamientos de Dios y llevarlos a cabo en la vida diaria. En el contexto del libro de Levítico, donde se detallan las leyes y regulaciones para la adoración y el comportamiento correcto del pueblo de Israel, este versículo subraya la necesidad de obedecer las instrucciones divinas con reverencia y devoción. El conocimiento de los mandamientos y la obediencia a dichos mandamientos era la mejor demostración de amor y fe del pueblo de Israel al Dios que los sacó de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. Para amar a Dios era imprescindible reconocer que Dios los amó primero, y para demostrar su amor a Dios era imprescindible obedecerlo. El que ama obedece, así de simple y así de claro. Dios quería que su pueblo lo buscara, le pusiera atención a sus palabras, atesorara sus palabras en sus corazones y luego pusiera por obras sus palabras sin dilación, y así Dios se alegraría de corazón y sabría que su pueblo lo ama.
Los grandes hombres de Dios no se destacaron por su estatura física, ni por el abolengo de sus apellidos, ni por sus talentos personales, ni por su inteligencia en las ciencias o en las artes, ni por su situación económica, sino por su respeto acrítico y su acatamiento sin reservas a las palabras del Señor. Por ejemplo, lo que hizo que Dios mirara con agrado la ofrenda de Abel no fue porque su ganado era un mejor producto que los vegetales de Caín, sino porque Abel ofreció en obediencia una ofrenda conforme a la voluntad de Dios. No vayas a creer que Caín se presentó con frutas y verduras en mal estado para que Dios las rechazara, porque es probable que trajo unos mangos sabrosos y unas espigas lozanas, pero esa era una ofrenda conforme a su corazón y no conforme al corazón de Dios. Por esa razón se considera a Caín como el primer religioso de la historia, porque se presentó delante de Dios con una ofrenda de iniciativa propia, usando sus propios criterios de adoración, demostrando mucha creatividad, pero poco o nada de obediencia. Y es que a Dios no le impresiona tu originalidad, sino tu obediencia, punto.
El regalo más grande que Dios le dio a su pueblo fue su Ley. Por medio de la observancia de la Ley, Dios pretendía que Israel se convirtiera en la comunidad ética y la sociedad virtuosa más brillante de la tierra. La obediencia del pueblo de Israel a la Ley del Señor demostraría que Yahweh era su Señor y que no había otro dios como Él. La Ley del Señor es sabia, santa y justa, por lo tanto, obedecerla significa magnificar su sabiduría, adorar su santidad y exaltar su justicia. Desobedecer la Ley de Dios es semejante a blasfemar su nombre, a menospreciar su sabiduría y a pisotear su santidad. El hijo de Dios que desobedece a su Ley demuestra que Dios no ocupa el primer lugar en su corazón y que es un insensato, porque pretende poseer mejores formas de adoración y que tiene estándares morales más excelentes para su vida.
La Ley de Dios es la manifestación tangible de su buena, agradable y perfecta voluntad. Nadie puede diseñar un mejor plan para su vida que aquel que Dios ha preparado por medio de su bendita palabra. Un pequeño paso de obediencia es un paso de gigante hacia la vida, la bendición y la victoria, y «cuando queremos ser algo diferente a aquello que Dios quiere de nosotros, estamos deseando algo que, de hecho, no nos hará felices» (C. S. Lewis). ¿Dónde quieres que esté tu nombre, en el tablero de los desobedientes, fracasados y amargados, o en el tablero de los obedientes, victoriosos y felices? ¡Obedece y se feliz!
–Carlos Humberto Suárez Filtrín
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