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TRES RAZONES IRREFUTABLES PARA HONRAR TU CUERPO

🏃‍♀TRES RAZONES IRREFUTABLES PARA HONRAR TU CUERPO

«¡Huyan del pecado sexual! Ningún otro pecado afecta tanto el cuerpo como este, porque la inmoralidad sexual es un pecado contra el propio cuerpo. ¿No se dan cuenta de que su cuerpo es el templo del Espíritu Santo, quien vive en ustedes y les fue dado por Dios? Ustedes no se pertenecen a sí mismos, porque Dios los compró a un alto precio. Por lo tanto, honren a Dios con su cuerpo» (1 Corintios 6:18-20 NTV).

La eternidad entera será insuficiente para comprender plenamente lo que Dios obró en nosotros en aquel nanosegundo glorioso cuando creímos en Jesucristo como nuestro Salvador. Ese instante —al que solemos llamar en la jerga evangélica «el día de nuestra conversión»— marcó el antes y el después más radical de nuestra existencia. Si tan solo pudiéramos ver con ojos espirituales lo que ocurrió en ese momento, caeríamos de rodillas en adoración.

1. Mi cuerpo fue integrado al cuerpo espiritual y universal de Cristo

Desde ese mismo instante, Dios honró nuestro cuerpo al hacerlo miembro vivo del cuerpo espiritual y universal de Cristo, que es la Iglesia. Esta verdad es más profunda de lo que solemos imaginar: no solo fuimos añadidos a una comunidad —fuimos unidos mística y espiritualmente al propio Cristo. Somos parte inseparable de Él.

Por eso, Pablo nos llama a huir del pecado sexual. No es una recomendación ligera; es un mandato urgente y lleno de ternura pastoral. El pecado sexual es único en su tipo, porque hiere directamente el cuerpo, y el cuerpo ya no es nuestro, sino de Cristo. Cuando una persona se une a una prostituta, se convierte —según la enseñanza bíblica— en «una sola carne» con ella.

Entonces surge la pregunta inevitable: ¿Cómo puede un miembro precioso, honrado y glorioso del cuerpo de Cristo rebajarse al unirse con el cuerpo de una ramera? La contradicción espiritual es tan grave que desfigura la dignidad que Dios nos otorgó.

2. Mi cuerpo fue hecho templo del Espíritu Santo

En aquel momento de fe, el Padre nos dio Su Espíritu Santo. De inmediato —sin procesos graduales ni ceremonias humanas— nuestro cuerpo se convirtió en templo, santuario y morada permanente de Dios. ¡Qué verdad tan impresionante! ¡Qué misterio glorioso! Todavía hoy ningún teólogo, por profundo que sea, puede abarcar totalmente esta realidad.

La tercera persona de la Trinidad —Dios eterno, omnipotente y santo— vino a morar en nosotros, no simbólicamente, sino real y espiritualmente. Él escogió nuestro cuerpo como Su casa.

Por eso, es impropio, incongruente e incluso impensable que un creyente se una carnalmente con un incrédulo, y peor aún, con una prostituta. Sería un acto de profanación: el templo de Dios unido al templo de un ídolo inmundo.

Solo imaginarlo produce repulsión espiritual. Es una contaminación tan profunda que hiere la santidad que Dios puso en nosotros.

3. Mi cuerpo fue comprado a precio de sangre

En nuestro nuevo nacimiento, Dios adquirió nuestro cuerpo mediante la sangre preciosa de Cristo derramada en la cruz. Ese precio infinito nos revela el valor que Él nos otorgó. Por eso, Dios es nuestro dueño por partida doble: por creación y por redención.

Somos propiedad privada del Altísimo. Somos propiedad sagrada. No nos pertenecemos. El uso indebido de nuestro cuerpo —especialmente en pecados sexuales— se convierte en un delito espiritual: apropiación indebida del cuerpo que Dios compró, santificó y dedicó para Su gloria.

Antes de concluir, quiero darte cinco recordatorios que he mencionado en ocasiones anteriores y que nunca debemos olvidar:

1. El pecado sexual es veneno para la verdadera felicidad.

Promete cielo, pero entrega infierno emocional, espiritual y físico.

2. El pecado sexual es una esclavitud literal.

Enreda, adormece, domina, humilla y destruye.

3. El pecado sexual ofrece cinco minutos de placer y décadas de vergüenza.

Un instante de decisión puede marcar toda una vida.

4. El pecado sexual ofende directamente la ley de Dios.

No es un desliz; es una tragedia espiritual.

5. Nadie que practica el pecado sexual puede vivir el cristianismo ideal.

Te aleja de la oración, de la santidad, de la paz y del propósito.

Pero aún queda esperanza: Cristo. Y a pesar de todo esto… aún queda Cristo.

El Cristo que restaura, limpia, perdona, renueva y levanta. El Cristo que puede y quiere salvarte. El Cristo que rompe cadenas, que borra pasados y que hace nuevas todas las cosas. ¡Ven a Él y serás verdaderamente libre!

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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