¡HE AQUÍ EL HOMBRE!
¡HE AQUÍ EL HOMBRE!
«Jesús entonces salió fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: ¡He aquí el Hombre!» (Juan 19:5 LBLA).
Por inadvertencia, esta fue la declaración más grandiosa y verdadera que Poncio Pilato —el quinto prefecto romano de Judea, entre los años 26 y 36 d.C.— pronunció en toda su carrera. Aquellas palabras, «¡He aquí al Hombre!» (Juan 19:5), trascendieron el juicio y el tiempo, pues sin proponérselo, Pilato resumió la esencia del propósito divino en una sola frase. Efectivamente, Jesús es la medida perfecta del ser humano, el Hombre por excelencia, el prototipo de lo que Dios soñó cuando creó a Adán.
En Jesús encontramos la plenitud de la humanidad redimida: sabio en sus palabras, inocente en su proceder, obediente a la voluntad del Padre, servicial con los necesitados, tierno con los débiles, valiente ante la injusticia, justo en su trato, humilde en su poder, esforzado en su misión, amoroso en todo momento y absolutamente íntegro en su carácter. Jesús fue —y es— la expresión más pura de lo que significa vivir en comunión con Dios y en armonía con los hombres.
El Hijo del Hombre es, por tanto, la revelación definitiva del corazón del Padre. Como bien expresó Brian Zahnd: «Dios no pudo decir lo que quería decir en un libro, así que lo dijo por medio de una vida: la vida de Jesucristo». En Él, el Verbo eterno se hizo carne; la Palabra se volvió rostro, mirada, voz, manos y compasión. Jesús no solo nos enseñó la verdad: Él es la Verdad encarnada. Su vida es la declaración de fe del cristiano y su carácter, el molde que el Espíritu Santo usa para formar a Cristo en nosotros (Gálatas 4:19).
Jesús es, además, la esperanza de gloria del creyente (Colosenses 1:27). Vive en quienes lo reciben y les da poder para reflejar su naturaleza. Su victoria en la encarnación demuestra que es posible vivir en santidad en medio de un mundo caído. Él no solo mostró el camino, sino que se convirtió en el Camino mismo.
Pilato tuvo el privilegio inmenso de estar frente al Salvador del mundo. Pudo conocerlo como Redentor, escucharlo como Maestro y reconocerlo como Señor, pero eligió lavarse las manos y ceder ante la presión del pueblo. Prefirió la aprobación de los hombres antes que la verdad de Dios. Según una antigua tradición, murió en el exilio, atormentado por una manía compulsiva de lavarse las manos. Trágico destino para quien tuvo en sus manos al Autor de la vida.
Lo cierto es que nadie puede permanecer neutral ante Jesús de Nazaret. O te postras a sus pies y lo reconoces como Señor y Salvador, o le das la espalda y lo niegas con tu indiferencia. Lavarte las manos no te librará del juicio venidero ni de la condenación eterna.
Hoy, una vez más, Jesús está delante de ti por medio de esta breve reflexión. Él te mira con ternura y te pregunta, como en tiempos de Pilato: «¿Qué harás conmigo?». ¿Le abrirás tu corazón y creerás en Él, o cerrarás la puerta de tu alma y permanecerás en tinieblas? No puedes evadir esta decisión, porque no sabes si tendrás otra oportunidad, como no la tuvo Pilato. Incluso su esposa, advertida en sueños, le rogó que no tuviera nada que ver con la muerte de ese justo (Mateo 27:19), pero Pilato dudó, vaciló… y perdió. La indecisión es, en realidad, la peor decisión.
—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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