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EL HIJO DEL HOMBRE SE PONE DE PIE

EL HIJO DEL HOMBRE SE PONE DE PIE

«Y les dijo: "¡Miren, veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie en el lugar de honor, a la derecha de Dios!"» (Hechos 7:56 NTV).

Esteban tuvo el enorme privilegio de ser apedreado por su fe en Jesucristo, convirtiéndose así en el primer mártir de la iglesia cristiana. Su nombre proviene del griego «Stéphanos», que significa corona o victoria, y ciertamente su vida y muerte estuvieron coronadas por la gloria de Dios. Fue un hombre de sabiduría, integridad y lleno del Espíritu Santo, cualidades que lo hicieron destacar entre la multitud de creyentes de la iglesia primitiva. Por ello, los apóstoles lo eligieron, junto con otros seis varones de buena reputación, para servir como diácono, encargado de atender las necesidades de los más pobres y velar por la equidad dentro de la comunidad cristiana (Hechos 6:1-6).

Esteban no fue un simple servidor de mesas; fue un poderoso predicador del Evangelio, un hombre de profunda teología y de convicciones inquebrantables. Su fe lo hacía invencible en el debate, y su sabiduría, inspirada por el Espíritu Santo, dejaba sin argumentos a sus opositores. No obstante, su fervor y su verdad incomodaban a las sinagogas judías, que no podían resistir la claridad ni la autoridad con que hablaba de Jesús de Nazaret como el Mesías prometido. Esa oposición religiosa, movida por la envidia y la dureza de corazón, lo llevó a ser acusado falsamente de blasfemia y llevado ante el Sanedrín, el mismo tribunal que años antes había condenado a Cristo.

Durante su defensa ante el concilio, Esteban pronunció uno de los discursos más sublimes y extensos registrados en el libro de los Hechos (Hechos 7). Su exposición no fue una simple apología personal, sino una síntesis magistral de la historia de la redención. Comenzó recordando el llamado de Dios a Abraham en Ur de los caldeos, y luego trazó el hilo dorado de la historia sagrada a través de Isaac, Jacob, José, Moisés, David y los profetas. En su discurso, Esteban mostró cómo la historia de Israel estaba orientada hacia Cristo, el cumplimiento supremo de las promesas divinas.

Él reconoció en Jesús de Nazaret al heredero legítimo de los dos grandes pactos: el pacto con Abraham, que garantizaba la bendición a todas las naciones, y el pacto con David, que aseguraba un reino eterno bajo un descendiente suyo. Además, proclamó que Jesús era el Gran Profeta anunciado por Moisés, aquel que vendría a enseñar las palabras mismas de Dios. Sin embargo, como sus antepasados rechazaron a los profetas, también ellos habían traicionado y asesinado al Justo, al Hijo de Dios.

Sus palabras, tan veraces como contundentes, encendieron la ira de sus acusadores, que se taparon los oídos y lo arrastraron fuera de la ciudad para apedrearlo. En ese momento crucial, mientras las piedras golpeaban su cuerpo, el cielo se abrió ante sus ojos espirituales. Esteban contempló una visión gloriosa: Jesús de pie a la diestra de Dios (Hechos 7:55-56). Aquella imagen tiene una profundidad conmovedora. Normalmente, las Escrituras presentan a Cristo sentado a la diestra del Padre, símbolo de su autoridad y reposo tras haber completado su obra redentora. Pero aquí, el Hijo del Hombre se levanta, como quien recibe con honor a su testigo fiel, el primero que derrama su sangre por causa del Evangelio.

Jesús se pone de pie no solo como Juez, sino como Abogado y Rey, que da la bienvenida a su siervo vencedor. Esteban, en medio de su agonía, no pronunció palabras de odio ni maldiciones, sino de amor y perdón: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (Hechos 7:60). Sus últimas palabras fueron un eco perfecto de las de Cristo en la cruz: «Señor Jesús, recibe mi espíritu». Así murió el primer mártir cristiano, con el rostro resplandeciente como un ángel, testificando hasta el último aliento que Jesús vive y reina.

Su muerte no fue un final trágico, sino una semilla fecunda, porque a los pies de los verdugos estaba un joven llamado Saulo de Tarso, quien más tarde sería transformado en el apóstol Pablo. El testimonio de Esteban encendió en el corazón de Saulo una chispa que, con el tiempo, se convertiría en fuego misionero que iluminaría al mundo gentil.

Y tú, ¿qué verías si hoy el cielo se abriera ante tus ojos? ¿Te recibiría el Hijo del Hombre de pie, honrando tu fidelidad? Esteban nos enseña que vale la pena vivir y morir por Cristo, porque el que permanece fiel hasta el fin recibe la corona de la vida (Apocalipsis 2:10). ¡Piénsalo! No hay mayor honor que ser coronado por el mismo Rey de reyes.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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