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PERDONADOS PARA PERDONAR

PERDONADOS PARA PERDONAR

«Más bien, sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo» (Efesios 4:32 NVI).

La base más sólida para practicar el perdón mutuo es el perdón que Dios mismo nos ha otorgado en Cristo. Cuando creímos en Jesús, su sangre preciosa limpió gratuitamente nuestra conciencia de los innumerables pecados que habíamos cometido contra Él, sin importar su gravedad, repetición o intencionalidad. Su perdón no fue parcial ni condicionado; fue completo, generoso y transformador. Por eso, si Dios nos ha perdonado en Cristo un océano insondable de pecados, ¿quiénes somos nosotros para negarnos a perdonar un simple charco de ofensas que nuestro hermano haya cometido contra nosotros? La desproporción entre lo que hemos recibido y lo que se nos pide otorgar revela la grandeza de la gracia divina.

Recordemos que el pecado es una transgresión directa de la ley de Dios, un acto de rebelión contra su carácter santo. Todos, sin excepción, hemos quebrantado los mandamientos divinos, pues «todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios». A causa del pecado, el mundo se halla en un estado de caos moral y espiritual: la creación entera gime bajo maldición, la violencia y la injusticia se multiplican, y los seres humanos viven en constante confrontación y discordia —en la familia, en el vecindario, en la universidad, en el trabajo y aun en la iglesia. El pecado fractura relaciones, destruye la confianza y endurece el corazón.

En medio de este panorama sombrío, el planeta entero clama por unas gotas de bondad y compasión. La bondad es una cualidad infinita del carácter de Dios, la cual se derrama sobre el pecador arrepentido para capacitarlo a vivir una vida marcada por el amor, la generosidad y el servicio. La compasión, por su parte, es una expresión profunda del amor que nos mueve a mirar a los demás con empatía, comprensión y misericordia, en lugar de criticarlos y juzgarlos con severidad. Si el impío no recibe bondad y compasión del creyente —aquél que ha experimentado personalmente la ternura del Salvador—, ¿de quién más las recibirá? La iglesia está llamada a ser un oasis de gracia en medio del desierto emocional y espiritual de este mundo roto.

El perdón y la libertad están íntimamente relacionados, porque el acto de perdonar libera el corazón de cadenas invisibles: culpa, resentimiento, enojo, vergüenza y heridas no sanadas. La pesada carga de amargura que nos impide avanzar en los propósitos de Dios se desvanece cuando decidimos perdonar, aun cuando el otro no lo pida, no lo merezca o no cambie inmediatamente. Jesús nos enseñó a perdonar hasta «setenta veces siete», es decir, sin llevar un conteo de ofensas. El perdón es un estilo de vida, no una transacción ocasional.

Dios nos ha llamado a disfrutar una vida plena, llena de amor, gratitud y servicio. Y uno de los caminos más hermosos para experimentar esa plenitud es perdonar sinceramente a quienes nos han ofendido. Cuando perdonamos, nuestro corazón se alinea con el de Dios; nuestra comunión con Él se fortalece; y nuestra vida se llena de alegría, paz y satisfacción. Perdonar no cambia el pasado, pero transforma profundamente nuestro presente y nuestro futuro. Nos hace más libres, más semejantes a Cristo y más capaces de ser instrumentos de reconciliación en un mundo sediento de esperanza.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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